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M.J. Carmona
Domingo, 13 de abril 2025, 17:59
Silvia Monasterio Inestal (Salamanca, 2003) no planeó su primera exposición individual. Simplemente ocurrió. Como ocurre a veces con lo verdadero: se presenta de golpe y hay que correr detrás para entenderlo. «Fui a recoger una obra que había presentado a un premio con la que obtuve una mención, entonces no se la quedaban. Al ver la sala pregunté si se podía exponer. Me dijeron que sí y me propusieron para diciembre, no tenía casi nada de obra preparada y tenía que llenar toda la sala de exposiciones del Espacio Joven de Salamanca, pero me lancé, no quería dejar pasar la oportunidad», recuerda con una mezcla de vértigo y determinación. Tenía 21 años y una beca de estudios. La invirtió en bastidores, telas, pigmentos. «Me puse a producir como una loca desde ese momento, lo conceptual vino después».
Así nació 'Nudos y desnudos', una colección visceral e intuitiva. Pinta rápido, casi en una especie de trance pictórico, sin bocetos ni segundas versiones: «Si lo vuelves a intentar ya no es la misma mancha, ya no estás haciendo el mismo cuadro». Esa urgencia por sacar lo que lleva dentro, por no interrumpir el flujo, define su forma de trabajar. «El máximo que tardo en hacer una obra son ocho horas, pero seguidas, sin parar. Porque si paro, ya no puedo seguir».
Los cuerpos de la muestra nacieron en medio de un bloqueo. «Empecé el cuatrimestre llorando todos los días. No sabía qué pintar». Hasta que una sesión de modelo al natural algo le hizo clic. «Las manchas, los colores que usé... me gustaron mucho y empecé a tirar por ahí» -por eso le inspira Egon Schiele, por su tratamiento de la línea y la mancha-. Un profesor de Bellas Artes le puso nombre a lo que estaba haciendo: estaba hablando de identidad, no había pintado ni un solo rostro, solo cuerpos, movimiento, posturas, manos, pies curvas y tensiones que hablan por sí solos. A veces, incluso, deformados a propósito. «Es como cuando los niños pintan a su madre con las manos enormes, porque son las que les abrazan».
Y es que Silvia es de las que hace y luego se pregunta por qué. No planifica; pinta y solo después hace la lectura de lo que ha salido de ahí. No es que rehúya del análisis, pero le da respeto el autoconocimiento. «Lo voy haciendo poco a poco, me asusta a veces, como con una serie de máscaras que hice, no pude terminar una de ellas porque me ponía a llorar cada vez que intentaba retomarla». El arte, para ella, funciona más como una necesidad y al igual que para Louise Bourgeois, una de sus grandes referentes, defiende el arte como terapia.
Su obra precisamente, habla de cómo el cuerpo se expresa sin la necesidad de hacerlo mediante palabras: «Me centré de manera inconsciente en el cuerpo, en el movimiento, en el lenguaje corporal… que me parece fascinante». También en lo escultórico: «Muchos de mis referentes son escultores. Me gusta cómo la escultura proyecta, da volumen. Intenté que mis pinturas no quedasen planas, que no fuesen pegatinas».
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El título de la muestra no surgió hasta que su madre comentó que aquellas figuras parecían nudos. «Y yo pensé: pues están desnudos». Ahí lo tuvo: Nudos y desnudos. Los 'nudos' son los cuerpos entrelazados, un contacto con el otro piel con piel. Los 'desnudos', los cuerpos en soledad que se abren y se enfrentan a sí mismos.
Silvia pinta lo que le sale. Es cambiante y se lo permite. Ahora, también le interesa cada vez más el paisaje: «Habla de identidad, de dónde venimos, cómo nos comportamos según el entorno». Tiene de punto de partida a Nicolás de Staël, por su sintetización de sus paisajes. En su espacio en el taller ha pasado de óleos a acrílicos mezclados con carbonato cálcico, lienzos, tablas… y también materiales que recoge de la basura. «Hay mucho reciclaje para no quedarte pobre».
Silvia reconoce que Salamanca es un buen sitio para empezar, aunque no sea fácil quedarse. «Aquí hay oportunidades, puedes exponer, hay concursos… pero es difícil vender. Las obras que he vendido han sido fuera, esta ciudad no valora ni entiende lo diferente». Aunque reconoce: «Es cierto que el arte sigue siendo algo que no todo el mundo se puede permitir, pero también hay que entender que es un trabajo artesanal y único».
Siempre ha tenido el arte en casa y le enseñaron a valorarlo, varios miembros de su familia estudiaron Bellas Artes, fue a la Escuela de Arte de Salamanca y se enamoró del grabado. Pero confiesa que no ha visto mucho arte en la ciudad que le haya inspirado de verdad.
¿Y el futuro? Silvia no quiere presionarse: «La idea es ser artista porque queremos, pero si ganas dinero pues mejor. Ojalá exponer por el mundo, obtener becas artísticas e incluso probar en una residencia de arte. Pero, tiene claro que va a estudiar el máster de profesorado, por si acaso, aunque su plan es intentarlo con todo en el arte. «Si no lo haces desde el principio, pienso que luego te acomodas y se convierte en algo secundario».
Pero es consciente del mundo, de donde viene y de las dicotomías a las que nos enfrentamos solo por ser seres humanos. «No tengo, ni pretendo ser Picasso. Tengo que pintar lo que tengo que pintar y lo tiene que ver quien lo tenga que ver. No quiero dejar el arte de lado, pero tampoco sé si me va a gustar el mundo del arte desde dentro. A lo mejor sí, a lo mejor me encanta dar clase. Veremos».
Lo que le gusta de verdad es el proceso y es lo que nunca dejará: estar pintando, mancharse las manos, perder la noción del tiempo. «Cuando hice la exposición no me dio la satisfacción que pensaba. Me di cuenta de que disfruto más pintando».
Silvia pinta porque lo necesita. Porque lo que no dice, lo deja en el lienzo. Porque cada trazo es un intento de entender(se). Porque, como dice ella misma, «pinto lo que tengo que pintar en el momento que lo tengo que pintar». Y eso ya es mucho, igual, es todo lo que hace falta. Lo demás, ya se verá.
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