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Un teléfono de Telefónica similar al de las cabinas, azul y verde, encima de una máquina de tabaco. Es una de las primeros elementos que llaman la atención al entrar al establecimiento. No es el único detalle que hace ver que es un bar con historia pero sí es revelador que en pleno 2025 aún siga enchufado. En el momento en el que se colocó, seguramente sería toda una innovación. Ahora, es un recuerdo de lo que fue el Mesón Oeste. Un bar puesto en marcha por un joven matrimonio que causó sensación en Salamanca.
Aunque en el caso de Pepi, su relación con la hostelería empezó mucho antes. «Mis padres tenían la cafetería Las Vegas en Federico Anaya, era un bar conocidísimo», recuerda. Allí conoció a un camarero que años más tarde sería su marido, su socio y su compañero de trabajo. «Mi marido estaba trabajando en un restaurante, y como yo sabía de cocina, cogió el alquiler del local en la calle León Felipe», explica Pepi. Para ella fue una sorpresa esa decisión, y no del todo grata. «Yo llevaba desde los ocho años metida en la cafetería de mis padres y estaba hasta el gorro de bares», reconoce.
Bares con historia
En ese momento ella no podía imaginar lo que la esperaba. «Si lo volvería a coger porque ha funcionado muy bien», asegura. Y es que el Mesón Oeste vivió su esplendor los años en los que el rastro de Salamanca se instalaba en el barrio del Oeste. «Nos conocían en toda España por las gambas rebozadas», explica orgullosa. Tanto, que los domingos se llegaban a formar largas colas para degustar la especialidad de la casa. «Me pasaba toda la noche anterior pelando gambas para tenerlas preparadas para el domingo», explica.
El Mesón Oeste pasó así de un enclave estratégico para conquistar los paladares de aquellos que frecuentaban el rastro a una zona más alejada que, con el traslado del mercadillo, notó el declive. «Cambiamos de local porque nos subieron mucho la renta y buscamos uno que pudiésemos comprar», explica Pepi. Hace ya veinticuatro años que están en la calle Agustín del Cañizo y el cambio resintió al negocio. «Hay a clientes que les costó venir cuando nos trasladamos del local», añade.
«Era más bonito antes, ahora es más triste», asegura Pepi que, cumplidos los 65 años y su marido con 68, ya anuncian la jubilación. «Antes venían peñas, la gente a tomar vinos y pinchos, obreros que venían a comer y a cenar», recuerda. Ahora todo ha cambiado y la nostalgia a los tiempos pasados ancla el disfrute de las experiencias futuras. Eso sí. Pepi lo tiene claro, es un negocio que ella, con cuarenta años menos, volvería a coger. «Si yo que estoy al 70% gano dinero, quien lo coja al 100% le funciona a la perfección», asegura.
Aunque no se han puesto plazo para abrir la puerta a la jubilación y cerrar la del Mesón Oeste, sí que se plantean alquilar el local cuando llegue el momento. «No me importaría enseñar durante el tiempo que hiciera falta a quien se quisiera quedar con ello», asegura. Se entristece al pensar en el día que se despida para siempre de su restaurante pero reconoce que «aunque estaría más tiempo hay que saber cuándo es la hora». La hora de recoger todos los recuerdos allí coleccionados y sentirse orgullosa de «haber tenido arrojo siempre en la vida».
El hambre de unos estudiantes hizo que el Mesón Oeste se convirtiera en un restaurante. «Por qué no nos das de comer lo que coméis vosotros», le sugirió un joven que frecuentaba el bar. Y desde entonces, hasta hoy. «Por eso preparé el comedor y empecé a dar comidas», recuerda Pepi. Ahora esos estudiantes que un día les animaron a lanzarse con las comidas «son profesores de universidad y han celebrado aquí las comuniones de sus hijos», recuerda emocionada. Y ese es el Mesón Oeste, el bar de las gambas rebozadas y de las vivencias compartidas.
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