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Moisés Rodríguez
Valencia
Sábado, 2 de noviembre 2024, 07:57
Un padre observa cómo su hijo juega a fútbol con unos amigos y unos metros más adelante, un hombre le saca brillo a la carrocería de un coche. A apenas 1.000 pasos de allí, la desolación: casi todos los están vehículos destrozados, las calles llenas de lodo y montones de trastos inservibles se acumulan en cada portal. San Marcelino, el primer escenario, y La Torre, el segundo, son dos barrios de Valencia separados por el nuevo cauce del Turia y la V-30. Sobre esa muralla que salvó casi toda la ciudad de la terrible DANA de la noche del martes hay una pasarela de 530 metros. Es una de las vías de acceso de miles de voluntarios hacia las zonas afectadas, pero también de los vecinos que lo han perdido todo en busca de víveres.
«Ves a la gente volver de Valencia con los carros de comprar, llorando, y es desolador, parecemos peregrinos», se lamenta Cristina con los ojos rojos. Es una enfermera que trabaja en el colegio de educación espacial Profesor Sebastián Burgos, en San Marcelino. Está habituada a atender situaciones complejas, pero lo que está viviendo en estas horas en su zona de residencia, en La Torre, la enciende. «He estado por las calles de este barrio, o por Sedaví, y es que parece Chernobyl», asegura.
Cristina y su compañera Rosa han pasado el viernes de Todos los Santos en el centro de salud de La Torre. De forma casi espontánea, se movilizaron a primera hora ocho equipamientos (médico, enfermera y auxiliar) y se hizo acopio de material. «Hemos atendido a gente con caídas, heridas infectadas y a personas que les faltaba medicación. Por ejemplo, diabéticos a los que se les había acabado la insulina», indica Cristina. Pero mientras llegan emergencias sanitarias, ataviada con la bata de enfermera ya salpicada por el barro y botas de agua, colabora en las tareas de limpieza.
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La rabia y la tristeza se reflejan en el rostro de Cristina, igual que en cualquier persona del barrio. No puede evitar la mirada cargada de reproches cuando a su lado pasa María José Catalá, que sale de una reunión en la alcaldía pedánea. La primera autoridad de Valencia tiene la cara demacrada, erosionada por las preocupaciones, las horas sin dormir y lo que viene por delante. «Es que yo venía de jugar a pádel, tan feliz, y estaba preparando la ducha. Y me dice mi hijo: '¡Mamá, mira, como si fuera un tsunami!'», se lamenta Cristina cuando recuerda cómo se desencadenaron los hechos en la fatídica tarde del martes.
El que también vio el hijo de Ángel, el hombre que, mientras Cristina extrae lodo del centro de salud de La Torre le saca brillo a un coche en San Marcelino. «Este lo salvó mi hijo por cinco minutos, y se lo había comprado hace cuatro días. Vive en Benetússer. Vio la ola que venía de Massanassa, se subió y vino a toda velocidad por el puente de La Torre», señala. Ese que ahora sólo usan vehículos de emergencias. «Hoy tendrá que venir andando, por la pasarela con su mujer y su hija», precisa el padre.
La misma por la que conviven centenares de voluntarios con los vecinos de la zona. «Hay gente en la otra parte tomando cervezas, disfrutando de un día de sol. Y es verdad que también ha venido mucha ayuda, muchísima», apunta Cristina. Tanta que hay miembros de Protección Civil dirigiendo un poco la marea humana. Y arriba, observando el caudal de agua marrón que aún circula por el río, Manuela con una amiga. «Subo a la pasarela por primera vez. Quería ver esto con mis propios ojos», señala la mujer, que reside en las fincas de Valturia. «La noche de la DANA venía la gente cubierta de barrio, sin nada, con niños llorando. De inmediato abrió la falla Síndico Mocholí-José Soto Micó para que esas personas pudieran cobijarse. Había agua, café y ropa. Hubo quien se duchó en nuestro complejo», comenta.
Pero muchos optaron por quedarse en La Torre. Como Víctor. «A mí me pilló en una chabola. Tenía el agua por las rodillas. Iba con el patín encima de la cabeza y cuando llegué ya me llegaba por el pecho. No sé cómo me salvé», comenta. En su hogar estaban sus padres y otros tres hermanos. Este viernes lo han pasado sacando todos sus enseres a la calle, inservibles: «Quedan las paredes». «Toma, Pura, estaba encima de la mesa», le entrega uno de ellos a la madre. Es el pasaporte, también chopado. «Normalmente voy poco a San Marcelino, hacemos vida por el barrio… estos días sí hemos pasado a comprar víveres… que ahora parece que está más complicado», comenta Víctor. Su preocupación, pasado el mediodía, era dónde iban a pasar la noche: «El martes dormimos en la escalera, el miércoles en casas de amigos repartidos… sólo pedimos unos colchones y mantas. Con eso nos apañamos».
El padre que vigila cómo su chaval juega una pachanga de fútbol en San Marcelino es Jesús. Él observa el móvil: «Tengo amigos en Catarroja… mira cómo ha quedado su calle. Estoy hablando con ellos porque no tienen de nada… para que vengan a ducharse a casa». Usó la pasarela para enseñar a ir en bicicleta a su hijo. En el mismo puente donde esperan Pere y María José, jubilados que residen en la Fonteta, y cuyas hijas se establecieron en l'Horta Sud, una en Benetússer y la otra en Alfafar.
«Los coches y la moto les han quedado inservibles, pero afortunadamente están bien. Estamos esperando a una de ellas para llevarnos al nieto más pequeño. Tiene tres años y las calles no están en condiciones para bajarlo. Es inviable tener a un niño de esa edad todo el día encerrado. Así que se vendrá con nosotros y a cambio, les hemos traído un carro con comida y con agua». María José está más preocupada por su hermana María del Mar: «Reside en una urbanización de Chiva y llevan incomunicados desde el martes. Estábamos hablando sobre las 17:30, nos decía que habían perdido a los perros, que no podían salir, y se cortó. Nos ha dicho una concejala que el torrente de agua se llevó el puente. No sé lo que podrán aguantar sin comida si nadie les ayuda».
Otro vecino se va con su familia a Zamora porque la casa que tienen en Alfafar ha quedado inservible. Igual que Natalio, que ha tenido más suerte y le han prestado un piso, en la tercera planta. «Yo estoy vivo de milagro. El agua abrió la puerta del patio, intenté cerrarla y me tiró al suelo dos veces. Creí que no lo contaba. Esa noche dormí en una silla», relata. Él atraviesa la pasarela habitualmente: «Antes en bicicleta, ahora andando». Lamenta la situación de olvido a la que está sometido el barrio de La Torre: «Hasta para ir al banco tengo que desplazarme a San Marcelino».
Y estos días, más. No pocos jóvenes atraviesan la pasarela que ahora separa dos mundos para estudiar en la Ciudad del Aprendiz, en San Marcelino. En busca de un futuro mejor. Ahora lo que les importa es el presente. «Si los seguros responden, podremos reconstruir la casa en cuatro o cinco meses», apunta Natalio. Mientras agradecen toda ayuda que llega. Personas de todas las edades que cruzan la pasarela desde San Marcelino. Personas con camisetas de equipos de fútbol o de carreras populares, algunos con botas de agua y personas menos preparadas para sumergirse en el epicentro de la catástrofe. No faltan los y las influencers que, aparte de ayudar, más pronto que tarde buscarán las visitas y los 'likes' en redes sociales. Son los dos mundos, las dos Valencias, la devastada y la que sólo sintió la DANA de refilón. Entre una y otra sólo hay una pasarela de 530 metros.
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