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El pasado 30 de marzo fue el Día Internacional de las Trabajadoras del Hogar. Un día, como tantos otros que, más que celebrar, pretende visibilizar. Visibilizar una desigualdad, una realidad escondida por algo, una situación a mejorar como sociedad.
Ellas representan el 95,56% del total de trabajadores y, para más inri, según una encuesta realizada por la Universidad de A Coruña, el perfil de las mujeres trabajadoras del hogar es el de inmigrantes en situación administrativa irregular, en la que el 50% de ellas cobra menos del salario mínimo interprofesional.
Blanca lleva 14 años en España y 11 trabajando de empleada del hogar interna, «el trabajo más duro que te puedes imaginar y poco valorado». Se marchó de su país, de su hogar, para darle un futuro mejor a sus hijos y lo consiguió. Sin embargo, las lágrimas que hoy son de alegría, en su día fueron de tristeza, dolor y sufrimiento. «Me arriesgué por ellos -tenían 6 y 9 años a su llegada-. Con el alma en la mano llegué a esta tierra y me puse a trabajar. Siempre sueñas con algo más, por supuesto, pero lo que tenía claro es que no quería que mis hijos tuvieran la misma vida que tenía yo», relata.
Así aterrizó en Madrid, con más dudas que certezas, pero una idea clara en su cabeza: dar oportunidades a sus hijos. Pronto encontró un trabajo en una casa, recuerda, «con mucho protocolo», donde estuvo solo tres meses. Después llegó lo peor y fue en Santa Marta de Tormes: «No sabía lo que me esperaba. Ahí supe lo que era ser inmigrante de verdad. Yo era la 'sudaca de mierda', la 'muerta de hambre', la que 'vivía en una choza'. Bajaba las escaleras cada día con lágrimas en los ojos, pero cuando las volvía a subir, me mordía la lengua, callaba y le preguntaba: 'Señor, ¿necesita usted algo?'». Y volvía a bajar. «Pensaba que algún día me caería por las escaleras, me temblaban las piernas».
Aguantó cinco años. 1.825 días. Sin descanso, sin días de vacaciones, sin papeles. El miedo ganaba a su orgullo interior, el hombre al que cuidaba era un importante abogado. A la pregunta, ¿me puede hacer un contrato? La respuesta: «Cuando yo me muera».
«Cuando llegas no tienes salida y tienes que aguantar, que tragar, que seguir, que poner una sonrisa. ¿Qué vas a hacer? Todos los meses tenía que mandar dinero a mis hijos. Te tienes que agarrar a lo que hay y tienes que seguir. Aunque no te valoren», relata. En ese momento cobraba 800 euros y dos medias pagas. Trabajaba día y noche.
Ella mantuvo su trabajo a pesar de que él murió. Fue quizás todavía peor. «Un día tuve mucha fiebre. Le dije a su hija que necesitaba descansar, le mostré el termómetro. Cuando me di la vuelta dijo: 'Como todas cuando llegan a España, ya se creen señoritas las muertas del hambre'». Ella le respondió: «En mi casa nunca ha faltado de comer, tampoco amor y cariño. He perdonado cinco años, pero no lo voy a volver a hacer». Se fue, sí, pero tras escuchar una última amenaza: «Siempre has cobrado en mano y mi hermano es abogado, no vas a poder hacer nada. A la p*** calle cuando quieras irte. Tú quién te crees que eres para hablarme así. Tú a mí». Se fue, pero regalando otros 15 días del mes.
Su experiencia no fue única, ni la primera ni la última. «Del primero hasta el último he vivido discriminación. No eres nadie. Es lo que nos hacen sentir». Ha vivido en casas donde se le quitaba del sueldo la comida, ha agachado la cabeza esperando a que 'sus señores' acabaran de comer, ha seguido escuchando insultos y burlas racistas. No dejó de trabajar en pandemia.
¿Aumenta la discriminación el hecho de ser extranjera? «Muchísimo. Piensan que somos inferiores y idiotas, que no tenemos valores y somos ignorantes, que no sabemos nada. Pero no, sabemos de todo, pero nos callamos, porque tenemos que hacerlo. Esto te llega al alma y piensas que no eres nadie. Es la realidad y sigue existiendo. No se ha acabado. He recorrido media Salamanca y sigue existiendo, sigue pasando», cuenta.
También hay personas buenas. Blanca no se olvida de aquellas personas que sí la trataron como una igual. Se emociona más hablando de lo bueno que de lo malo. «Me dieron de baja por un accidente y sabiendo que cobraría poco me igualaron el sueldo», señala.
Gracias a la labor de Cáritas de Salamanca, Blanca tiene la oportunidad de defenderse, de poder decir que no. La información ofrecida por la organización es el instrumento que ella utiliza como arma ante la desigualdad y la discriminación.
Desde hace siete años tiene papeles, pero lo más importante, su hijo es profesor de la universidad y se ha graduado en Ingeniería Informática. Además, su hija vive con ella y ha encontrado «al salmantino más guapo y bueno de todos». «Todo el sufrimiento ha merecido la pena, porque al final he tenido suerte».
«Nosotras no trabajamos ocho o nueve horas, llegamos a trabajar 15 horas seguidas. Cuando reclamamos, nos dicen que nos vayamos, que hay mucha gente que quiere trabajar. Ahora ya no, ahora me defiendo y sé cuando puedo negarme. Sé defenderme y valerme. Ahora puedo estar sin trabajar, antes no. Ahora no tengo miedo, aunque sigue pasando. No tengo la misma necesidad que antes», recalca.
Y desde su valentía finaliza con un mensaje: «No tenemos que tener miedo. Tenemos que reivindicar nuestros derechos. Entiendo todas las situaciones, he pasado por ellas. Pero ahora ya no. Hay que ser claras, poner nuestras condiciones y Cáritas nos ampara. Yo he dicho: 'esto no lo tengo que hacer'. Y debería haberlo dicho antes, pero tenemos que ganar más. Ganamos muy poco».
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