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Así salvamos mi casa

Así salvamos mi casa

Amigos, vecinos, chavales, gente que no conocía me ayudó como si la vivienda de Chiva fuera suya, sin protocolos, sin pedir nada a cambio. A cara o cruz

Héctor Esteban

Valencia

Jueves, 7 de noviembre 2024, 01:42

Calle Buñol, 13. Chiva. Martes, 29 de octubre. 20 horas. El agua se eleva dos metros sobre el nivel de la calle. El barranco baja voraz, manchado de barro. En una hora y media engulle el casco viejo del pueblo. A 2.000 metros cúbicos por segundo. Una brutalidad. La destrucción ha tocado a la puerta. La casa de mi madre está bajo las aguas de la DANA. Desde el trabajo veo el drama. En mi casa, mi familia se atrinchera.

«Héctor, no vengas por favor, no salgas del periódico. Llueve mucho, muchísimo. Ha granizado. Hazme caso, ni te imaginas la que cae», me suplica mi mujer. Son las 17:00 horas. Me lo ruega por mis hijos. Los vídeos corren por los grupos de WhatsApp. Coches arrastrados, puentes que no existen, gritos y lloros. A las diez de la noche llega el silencio. Sin cobertura. Ni luz ni agua ni gas. Sin noticias de casa. Nada. Mario, desde La Torre, me manda vídeos del nuevo cauce a rebosar. Hago noche en la redacción. Un duermevela.

El miércoles 30, a las 13:27 horas, llega un SMS de mi cuñada: «Estamos todos bien, mi hermana y tus hijos también. Me han dicho que te lo diga». Alivio y más silencio. El periódico narra el drama. A las 22:30 horas mi hermano me avisa: «Acaban de abrir un carril por la A3 hasta Chiva». Intento salir y se lo comunico a la gente de mi pueblo que sigue varada en Valencia: «Se puede llegar a Chiva». Ya dispuesto, me paran en seco. En mi casa hay un móvil con cobertura, el de Sergio, el primo de mi mujer -él y Bea salvaron el pellejo la noche de antes en puntos distintos de la A3-. Tenemos a su familia acogida por riesgo de derrumbe de su edificio. «No vengas. Duerme en Valencia y mañana compra comida. No tenemos para comer», dice el mensaje.

Jueves 31. Tras arrasar en un supermercado, pongo rumbo a Chiva. La vuelta a casa es desoladora. Hay coches aplastados como una lata de refrescos en la A3. El barranco del Poyo es un cementerio. Cañas y chapa.

Al llegar a mi casa, besos, abrazos y algo de comer. Estamos juntos. Tenemos luz, somos unos privilegiados. Amigos míos cargan sus móviles. Al momento estoy en la puerta de la casa de mi madre, la que era de mis abuelos. La de los veranos eternos. La calle Buñol está destrozada. Viviendas arrasadas, la barandilla del barranco arrancada de cuajo y dos palmos de barro. Apocalíptico. Me falta media puerta. Mi amigo Paquito, a mi lado del primer al último minuto. Miras el paisaje, con visión panorámica. No hay palabra en la que quepa todo lo que veo.

Entro, y a los cinco minutos ya tengo un ejército de amigos y vecinos. Trabajan como mulas. Nadie pregunta si puede ayudar, tampoco pido yo la ayuda. No hay protocolo, no hace falta. Mariano, Gori, Chema, Guada, gracias. Rescato tres cuadros de mi abuelo, dos fotos, un par de cántaros y las mecedoras donde mi abuela echaba sus cabezadas.

Viviendas arrasadas, la barandilla del barranco arrancada de cuajo y dos palmos de barro. Apocalíptico. Me falta media puerta

Entra Álvaro y su novia. Y los hermanos Tell junto a Gonzalo y Alejandro. Chavales de 18 y 19 años, sobrados de adrenalina, energía y solidaridad. «Héctor, ya estamos aquí». Y sacamos los sofás, las sillas y las mesas. Álvaro destroza a palazos el armario de la habitación. Después tiramos la nevera, el arcón, el somier y el resto de muebles. Una colección de Cousteau, programas de fiestas y una Biblia.

No hay botas de agua y muchos vamos a mano descubierta. Julio, con la retroexcavadora, hace añicos los recuerdos, la vida de mi familia, lo nuevo y lo viejo. A golpes metálicos. Como Quique Buenrostro y Rafa Aviñó, dos titanes. En la esquina, en la calle Cambra, los tractores de Santi Margós, Lilo, Pablo y David Faraña se llevan los trastos. Trabajan de sol a sol. Agricultores.

Sin flores

El viernes 1 no hay flores para los muertos. Los tractores, incansables, solidarios, despiertan al pueblo. Son las siete de la mañana. «Papá, ¿dónde vas?», me dice Vega. «A casa de la abuelita con Alexis, duerme», le digo. «No, yo voy contigo, quiero ayudar». Tiene 14 años. Cargamos dos palas y los capazos de enfriar cervezas los días de fiesta. Abrimos, y a los dos minutos, Mario Faraña y Juan Carlos Pastor pasan y se quedan. Sacan barro a palazos.

Enseguida, mi amigo Paquito, como un reloj. Y Pacalo, otra bestia. Llega Marcos, mi sobrino sin ser familia, y Diego Kim, Alberto, Guille, Nagore, Carrión, Núñez... chavales de 17 a 20 años. La generación de cristal decían. Una leche. Niños hechos hombres. Niñas indestructibles. Incansables. Máquinas de sacar fango. No preguntan. Trabajan como si mi casa fuera la suya. Nadie mira hacia arriba y dice: «¿Esto se puede caer?». Todos curran.

«Os debo una birra», les digo a todos. Como a la chica rubia que sacó barro sin conocerla, o al chaval de la carretilla, a Sera, a María y su haragán, a los de Albaida. La casa se tambalea. Tiramos el falso techo. Nos quedamos dentro cuatro. A cara o cruz. Y aparece el riesgo. Las vigas se sujetan por centímetros en un muro de adobe que amenaza con irse a tierra. Cae una pared, que acaricia a Pacalo y a mi hijo, Alexis. Una ruleta. Nadie abandona. ¿Nos jugamos la vida? Es posible.

Aparece el riesgo. Las vigas se sujetan por centímetros en un muro de adobe que amenaza con irse a tierra. Cae una pared, que acaricia a un amigo y mi hijo. Una ruleta

Mi madre llega. La mentira, la de que la casa está regular, ya no se sostiene. Llora. Quiere entrar. Pasa. Una vuelta más. Desencajada. Tenía miedo del cauce y el tiempo le ha dado la razón. El barranco se podía desbordar, incluso más que en 1983, con la última riada. Me pregunta por unas botellas de aceite, por la llave del corral mientras mi hermano revienta a martillazos la cerradura. Mira pero no observa.

«A tope no, que luego la viga cede»

Aparece Juanmi, un amigo bombero de día libre para ayudar. Echa un vistazo y decide. «En mi casa hay puntales». Y vamos para allá. Se suman Marcial, Rafa y Roque. Cargamos unos cuantos. Luego llega Marcos Gamir, constructor, y nos lleva a por más puntales. En el trayecto, reclutamos a quien nos pilla a mano. En media hora, sostenemos la casa. Marcos señala: «Aquí, aquí y aquí. A tope no, que luego la viga cede».

Hay tensión. Había que evitar que la casa colapsara. Un batallón sin mandos. Se une Fitica, Pedro, la gente de la falla -Héctor, Juan, Nacho- Pedro 'el Soro'... Me llama gente, quiere venir. Doy las gracias. Ya no hace falta, hay que ayudar a más gente, a otros que lo necesitan. El domingo, pasa Marcial, arquitecto. Revisa, inspecciona. La casa se mantiene. Ningún puntal ha caído. «Habéis hecho un trabajo cojonudo». Hay posibilidades de salvar la casa. Un batallón de chavales, del pueblo que salva a su pueblo.

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