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La expresión 'fronteras del cerebro' quizá les evoque, como a mí, una imagen de intrépidos científicos descubriendo territorios inexplorados, como cowboys con bata blanca contemplando el salvaje Oeste desconocido que es nuestro cerebro, «siempre asomados al cornisón de las cosas». La expresión es del escritor italiano Alessandro Baricco, en su magnífica novela 'Tierras de Cristal' y desde que la leí cuando aún estaba preparando mi tesis doctoral hace veinte años me hizo pensar en este oficio al que tengo la suerte de dedicarme. Aún hoy, hay días en los que un nuevo descubrimiento del laboratorio despierta en mí la misma fiebre que una pepita de oro brillando entre los guijarros.
Hoy, sin embargo, venía a hablarles de algo mucho más prosaico, pero no por ello menos importante: las fronteras físicas del cerebro, que tan importantes son para su funcionamiento y que le permiten trabajar protegido de daño e infecciones. El cerebro es nuestro órgano más preciado, el único sin el cual es imposible la vida (en aquellos animales que lo tienen, que para todo hay excepciones en la naturaleza). Y, por ello, a lo largo de la evolución, el incremento de complejidad del cerebro también ha ido acompañado de mecanismos cada vez más sofisticados de protección.
La frontera más importante del cerebro, la que lo separa del cráneo, son una serie de capas de tejido, las meninges, con nombres tan poéticos como duramadre, aracnoides, y piamadre. A modo de almenas y fosos rodeando el cerebro, contienen células del sistema inmune que actúan de vigilantes acechando la presencia de microorganismos patógenos invasores. Las meninges también son la ruta de entrada de alimento, ya que por aquí penetran los vasos sanguíneos que llevan la sangre al interior del cerebro.
Este es un papel fundamental, ya que nuestro cerebro tiene una gran dependencia de oxígeno y nutrientes, y se calcula que consume el 25% de la energía que producimos, aunque solo ocupa un 2% de nuestro peso. Pensar sale caro, y las meninges son las responsables de asegurar la nutrición y, a la vez, la protección de nuestro cerebro.
La entrada al cerebro está penalizada con una barrera más, la que llamamos barrera hematoencefálica, formada por células íntimamente pegadas unas a otras. Tanto, que al contrario que en otros tejidos, los nutrientes de la sangre no llegan al tejido nervioso por simple difusión. Al contrario, solo pueden pasar unas pocas moléculas elegidas por un sistema de transportadores que, a modo de porteros de discoteca, seleccionan, presumiblemente con buen criterio, quién puede pasar.
Este sistema, evolucionado para protegernos del impacto de sustancias tóxicas, implica también que muchos fármacos no puedan acceder a nuestro cerebro. De hecho, el diseño de estrategias para cruzar esta barrera es un área de investigación muy activa para el tratamiento de tumores cerebrales, en los que los fármacos no pueden alcanzar el tumor.
Además, este sistema de porteros tan eficaces lleva asociado otro problema: si la entrada de líquido procedente de la sangre está tan restringida, ¿cómo podemos generar una corriente de fluido que limpie el cerebro de residuos metabólicos?
Este problema ha traído de cabeza a los investigadores durante mucho tiempo. Sabemos que por el interior del cerebro y la médula espinal circula el líquido cefalorraquídeo, donde se acumulan los residuos metabólicos producto de la actividad de las neuronas generados a lo largo del día. Pero cómo se drena ese líquido hacia el exterior había sido un auténtico jeroglífico hasta que, hace apenas una década, se descubrió que el cerebro tenía un sistema de filtrado, el sistema «glinfático».
Es aquí donde la metáfora y el descubrimiento convergen, porque el sistema glinfático es la otra gran desconocida frontera del cerebro. Sí sabemos que se parece relativamente al sistema linfático de otros órganos y que circula en paralelo a los vasos sanguíneos que recorren las meninges. También sabemos que en él participan las células de glía cerebrales, de las que procede la 'g' inicial. Pero aún no sabemos para qué sirve.
Apenas estamos empezando a atisbar la función del sistema glinfático en diversos procesos cerebrales como el sueño, cuando el cerebro está en relativo reposo y aprovecha para eliminar esos residuos metabólicos de los que hablábamos antes.
También empieza a haber estudios en animales de experimentación, fundamentalmente ratones, que sugieren que podría estar alterado en enfermedades en las que se acumulan proteínas en el cerebro, como la proteína beta amiloide asociada a la enfermedad de Alzheimer. Curiosamente, en el Alzheimer y otras enfermedades como el párkinson o la esclerosis múltiple, hay problemas de sueño. ¿Podrían ser los problemas de sueño un factor de riesgo para estas enfermedades?
Actualmente se postula que quizá esos problemas de sueño contribuyan a una menor limpieza de residuos metabólicos, que se acumulen en el tejido cerebral y contribuyan a estas patologías. Como ven, aún tenemos muchas fronteras por traspasar y muchas cosas que descubrir de este misterioso sistema glinfático, que podría tener la clave para prevenir enfermedades cerebrales como el alzhéimer.
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Javier Martínez y Leticia Aróstegui
Rocío Mendoza, Rocío Mendoza | Madrid y Álex Sánchez
Sara I. Belled y Clara Alba
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