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José hizo la cena y dejó puestos los cubiertos en la mesa. Sopa de estrellitas con el caldo que les había sobrado de la menestra. Antes, la rutina que cada día compartían y que tanto les gustaba a ambos: una cerveza a medias en la terraza del piso nuevo, que habían comprado hace un par de años para vivir cerca de los padres de Susana en Catarroja. No había sido fácil llegar hasta allí –«siempre hemos sido mileuristas»- pero por primera vez en sus vidas saboreaban la sensación de tenerlo todo.
Susana conserva como un tesoro el casco vacío de la Adlerbrau Pilsen, que ya será para siempre la última. Un trago y adiós, ahora vuelvo, no tardes, ten cuidado. La mesa puesta y la sopa de estrellitas calentándose en la vitro. El café de la mañana. Y el enorme vacío que ha dejado José en una casa para dos. En la puerta de Susana sólo queda un par de botas llenas de barro y unas cañas con las que salía a caminar 13 kilómetros diarios para buscar a José. Al sexto día lo encontraron, muerto, a 50 metros de la terraza a la que ella se asomaba cada noche para iluminar la calle con la linterna del móvil con la esperanza de localizarlo.
El piso lo pensaron juntos, lo amueblaron juntos y lo decoraron juntos. Los altavoces de diseño para escuchar Metallica a medio gas -«si los ponemos a tope nos echan de la comunidad»-, la tele de 75'' y los dos sillones enfrente cubiertos con unas fundas recicladas de una colcha que compraron pequeña. Lo que se rieron al colocarla sobre la cama y ver que faltaba tela por todas partes. Por eso la cortaron en dos mitades, como dos medias naranjas. «Y ahora qué voy a hacer yo», se lamenta mientras contempla el sillón vacío. Susana (52) y José (59) llevaban juntos 30 años.
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Desde la terraza, entre trago y trago de cerveza, veían que la calle cada vez estaba más anegada y se congratulaban de estar a salvo porque en la empresa de Susana, que trabaja en una distribuidora de filtros en Massanassa, los dejaron salir una hora antes por la tormenta. José, que programaba máquinas para fabricar piezas, aunque ahora andaba en paro, fue a recogerla con el coche, como cada día. Cuando pasaron junto al barranco del Poyo no temieron porque lo encontraron a la mitad. Otro trago a la Adlerbrau. La lluvia arrecia. Pero ellos están a salvo. Hasta le mandó un mensaje de WhatsApp a su jefe para darle las gracias y decirle que habían llegado bien a casa, su casa nueva, y esa sensación, siempre efímera, de tener todo lo que se necesita.
Otro mensaje, en este caso en el grupo de vecinos de la comunidad, lo cambió todo. Van a colocar unos tablones grandes en la puerta del garaje para que no entre el agua, aún creyendo, quién se lo iba a decir, que podían hacer algo frente a lo que estaba por venir. Susana se fue a la ducha. «Cuando estén puestos, os subís todos», le dijo al despedirse. Al salir del baño, se asomó de nuevo a la terraza y vio que el nivel había subido. José estaba dentro del garaje. Susana le dijo que regresara ya. «No puedo, está inundado», respondió él. «Pues súbete nadando, o como puedas». Cinco minutos y ni rastro de José ni de los vecinos. «¿Cómo vas?», le preguntó ella. «Mal», escribió él a las 20.05 del 29 de octubre. Ya no volvería a estar en línea y su teléfono dejó de dar señal.
En el grupo de WhatsApp de la comunidad la angustia es de quienes viven en el primero. Susana les ofrece su casa, un tercero. Todos los que bajaron a colocar los tablones han vuelto, menos José. Una vecina le manda a Susana un vídeo donde se le ve, justo antes de la riada, de pie frente a la puerta del garaje. «Debía de estar pensando qué hacer», fabula ella. Desde la terraza ya todo es destrucción. Coches surcando las aguas y amontonándose uno sobre otro en el parque de L'Horteta. Se escucha a gente gritando. Ella cree que José ha tenido tiempo y se ha refugiado en alguna casa. Ahora identifica los malos augurios. El primero, cuando compraron el piso. El segundo, cuando salió de la ducha y pensó que debía secar las gotas de la mampara. «El que se duchaba el último era el encargado de hacerlo, así que le iba a tocar a José, que había pasado el día con su madre en el hospital. No sé por qué, pero sentí que tenía que secarlas yo», reflexiona.
La noche es larga. A las 7 llaman a la puerta y Susana salta como un resorte. «¡José!», se dice a sí misma. Pero son los vecinos del ático, que preguntan por él. Ahí se le disparó la angustia. Y comenzó a caminar. Una vecina la acompañó a la policía y allí comprobó que José no figuraba en el listado de muertos que habían empezado a elaborar. De ahí fue a casa de sus padres, que estaban muy unidos a su yerno -él los llamaba 'papa' y 'mama'-, para contarles que había desaparecido. Y entonces descubrió que la DANA estuvo a punto de llevarse también a su madre. «Bajó a ayudar a una vecina, acabaron las dos con el agua al cuello y tuvieron que ser rescatadas», cuenta Susana, que es hija única.
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Patricia Orduna
Lo buscó por todas partes, 13 kilómetros al día, aunque pensaba que, por lógica, tenía que estar atrapado dentro del garaje. Se lo dijo a la policía, a los bomberos y a los militares, a los que está muy agradecida porque la escucharon y desaguaron el 'parking' para comprobar si José estaba dentro. Era tal el empeño de Susana -planeó adentrarse buceando cuando nadie la viera– que la dejaron entrar con unas botas para que comprobara ella misma que su marido no estaba allí.
El lunes 4, por la tarde, Susana recibió la llamada. Un mando de la Unidad Militar de Emergencias le informó de que habían encontrado el cadáver de José al otro lado del parque de L'Horteta. Lo identificaron por el tatuaje de un dragón en su brazo izquierdo. Susana le tuvo que pasar el teléfono a una vecina para que siguiera hablando con el oficial.
Ha perdido la noción del tiempo porque en su casa el reloj se quedó parado a las 20.05 horas del 29 de octubre, cuando José le escribió por última vez. Desde entonces se ha mantenido a base de café; lo único que ha conseguido llevarse a la boca ha sido, seis días después, la sopa de estrellitas que José dejó preparada antes de marcharse: «Me la tenía que tomar aunque me muera de la indigestión». Cree que fue este lunes, aunque no está segura del todo, cuando recibió la llamada de una mujer. Le contó que José había intentado socorrerla, que ella se vio atrapada en un bajo y que le dio las llaves por la ventana para que le abriera por fuera. Entonces vino una tromba que abrió de par en par la puerta. Y a él se lo llevó.
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