Salamanca, a lo largo de la historia, ha sido admirada y adorada por ser una ciudad de luces, sin embargo, hubo un tiempo en el que la oscuridad se apoderó de cada uno de sus rincones.
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Durante el siglo XVIII Salamanca fue territorio hostil; sus ... calles se convirtieron en el escenario de macabros sucesos perpetrados por cuadrillas de malhechores quienes, sedientos de sangre, acechaban en las sombras de las callejuelas salmantinas.
Los robos y los asesinatos se convirtieron en la tónica habitual de la ciudad, haciendo de ella una caótica antítesis de la Salamanca históricamente conocida.
Tal y como narraban las crónicas de la época, la corrupción y el mal habían llegado a extremos insospechados y era sumamente habitual ver en las fachadas de los edificios el anuncio de robos que, al día siguiente, eran perpetrados con el mayor descaro, horror e impunidad concebible.
Por espacio de siete años, Salamanca vivió en constante desasosiego y terror gracias a cuadrillas de asesinos, ladrones y asaltadores de caminos que campaban a sus anchas por la ciudad.
Entre algunos de los delitos perpetrados por estas hordas de criminales salmantinos, las crónicas de la época informaban del cometido contra un niño de once años que, con una gruesa piedra atada al cuello, arrojaron al río Tormes.
Era tal el miedo, que muchos vecinos armados con escopetas montaban guardia en los balcones o en las azoteas de sus respectivos domicilios con el objetivo de dar a caza a los delincuentes.
En 1801 llegó a Salamanca en calidad de gobernador, político y militar Cayetano Urbina quien, inmediatamente, dispuso una auténtica batalla contra el crimen con el objetivo de exterminar a asesinos, ladrones y violadores.
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Urbina apenas tardó en lograr una Orden Real con la cual poder juzgar a los malhechores y, comenzaron entonces, las pesquisas, la vigilancia y las investigaciones.
La cacería del crimen finalizó deteniendo, en total, a cuatro cuadrillas de forajidos.
El tribunal juzgó a los culpables y dictó sentencia condenando a muy diversas penas, castigos y multas, con fecha del 15 de diciembre, a los 18 gerifaltes y cabecillas de las cuadrillas.
El día 30 de aquel mismo mes se daba en Madrid la aprobación Real de la sentencia en todas sus partes.
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La mañana del día diez de enero de 1802 entraron en la capilla los reos sentenciados con la pena capital mientras que, en la Plaza Mayor de Salamanca, se disponían y colocaban las horcas y garrotes sobre los tablados.
La asistencia a las ejecuciones fue tal, que se montaron puestos de centinelas incluso en los tejados de las casas circundantes con el objetivo de evitar posibles altercados.
El día 11 a las nueve de la mañana fueron trasladados con fuerte escolta, tanto a pie como en diversos carruajes, los reos sentenciados a morir en el patíbulo.
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«El Cubero», uno de los criminales más temidos, fue llevado a la plaza en en una camilla ya que, durante su huida de los soldados, había recibido un disparo en la rodilla que había provocado que se le gangrenase la pierna y esta, le tuvo que ser amputada.
La cabeza de uno de los ajusticiados, embutida en un palo a guisa de advertencia, fue colocada en el Puente Romano permaneciendo en dicho lugar, según las crónicas, por espacio de cinco meses.
Se colocaron en Salamanca, a ambos lados del balcón principal de la Lonja, dos lápidas cuyo objetivo era avisar del destino fatal que les aguardaba a aquellos que osaran acabar con la tranquilidad y la seguridad de la capital charra; sin embargo, estas fueron retiradas en pleno siglo XIX con el objetivo de olvidar el horror que se vivió en Salamanca durante aquellos años malditos.
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