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«¿Quién me lo iba a decir a mí? Mi padre no quería que trabajase en un bar, y aquí llevo más de cincuenta años», recuerda emocionada Manoli, la cocinera del café-bar Chinitas. Cuando comenzó «muy jovencita» reconoce que no sabía hacer ni un huevo frito y junto al que entonces era su novio, cogieron el que es ahora el bar más antiguo de Van Dyck. Más de medio siglo ha pasado desde esa valiente decisión y hoy, con 82 años, sólo tiene palabras de agradecimiento: «Estoy muy contenta por todo estos años», asegura.
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Con el mandil, las manos de harina y los calamares en la freidora se dibuja la imagen de la cocinera más longeva de la capital. «El negocio lo ha hecho ella, una caña la ponemos cualquiera pero la gente viene por la cocina y los clientes es lo que aprecian», asegura su hijo Javier. Él es quien, después de que se jubilara su padre, lleva el negocio. Ha tenido a los mejores maestros que se pueden tener y es que no sólo ha mamado la hostelería desde pequeño, sino que ha nacido entre pinchos. «Mi madre estaba haciendo jeta en una cazuela grande, se le quemó, se prendió fuego y rompió aguas», explica Javier entre risas.
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Un vecino taxista fue quien llevó a Manoli a la Santísima Trinidad a dar a luz. «Entonces era así», añade Javier. Y desde entonces, hasta hoy. «Literalmente, he nacido en el Chinitas», resume. Sus primeros recuerdos son en esa calle, entonces de tierra, donde jugaba al fútbol con los amigos del barrio. «Podíamos pasarnos horas sin que pasase un coche, luego igual pasaba Matías el lechero con un caballo de Villamayor y nosotros parábamos el partido y esperábamos a que pasase», explica emocionado.
Todo ha cambiado desde entonces y recientemente se ha dado un nuevo vuelco a esta zona que los hosteleros agradecen. «Todavía no me creo que haya sido declarada Zona de Interés Gastronómica, es un foco para crear puestos de trabajo y también para que en verano sea un aliciente», asegura. Hace apenas quince días cerca de una veintena de bares aprovechaban la nueva ordenanza municipal que permitía a los establecimientos hosteleros de la zona ocupar las bandas de aparcamiento de la ORA para instalar terrazas. «Son las 12 de la mañana y mira el ambiente que hay, se ha notado mucho», asegura Javier.
Y la realidad es que cuesta encontrar una mesa en la terraza vacía. Y también, una mesa que no tenga los calamares de Manoli para picar. «Desde hace un tiempo los calamares se han convertido en el pincho estrella, pero a este bar le conocían como 'el bar del champiñón'». Y es que, precisamente, ese ha sido el plato estrella de Manoli desde siempre aunque en los últimos años, sus calamares también han ganado protagonismo. Eso sí, hay donde elegir. «Tenemos más de cincuenta pinchos para que el cliente no se aburra y no vea una barra monótona», explica Javier.
Cuidar al cliente ha sido siempre el lema del Chinitas. Tanto que Manoli no habla de clientes sino de amigos. «Es que los quieres, te preocupas si no vienen o si les pasa algo, al final es una relación de amistad», asegura la cocinera. Después de más de cincuenta años al pie del cañón, está claro que el cariño es mutuo. «Nunca voy a poder llegar a hacer lo que han hecho ellos, pero siempre intentamos luchar cada día y hacer las cosas bien», comenta Javier con los ojos llenos de orgullo por unos padres que le han dado mucho más que un mítico bar: el reconocimiento de toda una ciudad.
Quién no se ha dejado en algún momento el móvil en la barra del bar, una bolsa o hasta las gafas de sol. Lo que es más raro perder es la dentadura, pero esa es parte de la esencia del Chinitas, que pasen cosas como esta llamada. «De pronto, suena el teléfono y me dicen: 'he estado comiéndome una ración de riñones, he ido al servicio a lavarme la dentadura y no sé si me la he dejado encima del lavabo o la he perdido'», explica Javier sin poder contener la risa. «Yo le dije a mi padre: 'Vitorino, mira a ver si hay una dentadura en el baño', pero no, no estaba», adelanta. Aquel hombre ese día perdió una dentadura pero el Chinitas ganó una anécdota que siempre desatará una carcajada.
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