...para surfear la cálida ciudad vacía

Esta había sido la envidia de todas las grandes metrópolis. La gente se agolpaba a sus puertas. Tendríais que haberles visto, todos querían entrar. Y ahora está vacía. Desértica. Vivo en la ciudad más triste que jamás un triste urbanista pudo proyectar. Vivo y no concibo escapar. (2)

¿Qué fue de la señora mayor y silenciosa que jamás me regaló un «buenos días» al cruzarnos en el portal? ¿Qué ha pasado con todas esas criaturillas de la noche que se te acercaban mendigando unos segundos de conversación antes de regresar a su alucinación empapada en alcohol? (3)

Fue la sonrisa, luego la mueca y ahora el dedo índice vertical entre la boca y la nariz. Silencio, aquí solo se respira silencio. (4)

Las aceras parecen guardar con celo los ecos de fiestas distantes. Ecos de calles sembradas de bombillas verdes, rojas y amarillas. Pero cuando persigo a todo correr los reflejos que rebotan en los cristales de los altos edificios no encuentro aquel manto de guirnaldas. ¿Dónde están las banderillas?, ¿Dónde el revoloteo de las faldas? (5)

Y ahora que la ciudad parece un cementerio, miro con ojos rejuvenecidos a nuestros vecinos del otro barrio. Aquellos que solo viven recostados. Es curioso. Es en su jardincito verde donde me siento más acompañado. Nunca debimos habernos besado sobre sus gélidas lápidas mientras les restregábamos nuestro calor sin ningún tipo de pudor ni remordimiento. Tuvimos que haber dejado a ese tipo dormir. Aunque estuvieras tan guapa. Aunque el mármol rosara tus mejillas. (6)

Ahora que soy el rey de esta ciudad fantasma. Ahora que solo los muertos transitamos los amplios bulevares que atraviesan la tierra como heridas abiertas por todo el país. Ahora que se han despistado y han bajado la guardia, marcharemos en silencio: primero, conquistaremos Manhattan, después conquistaremos Berlín. (7)