Yo cheto, tú chetas, ¿de que me estás hablando?
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Yo cheto, tú chetas, ¿de que me estás hablando?
Hacía mucho que no entendía a su hijo. Durante once años, doce a lo sumo, una mirada les había bastado para comunicarse; era el tiempo en el que jugaban juntos, leían juntos, reían juntos y paseaban juntos, él con la mano siempre puesta sobre su ... hombro pequeño y estrecho, como mostrándolo al mundo en un orgullo constante, en un «¡Mirad qué hijo tengo!».
De repente, aquello se rompió. Lo notó aquel día que, al ponerle la mano sobre el hombro, ya más ancho, le rechazó con un gesto brusco. Poco después dejó de ir a visitar a los abuelos los fines de semana, de salir a la calle a jugar al fútbol con los colegas del barrio. Se volvió huraño, solitario. No, no lo entendía, ni siquiera en la forma de hablar: cuando se metía en su habitación a jugar con el ordenador, él pegaba la oreja a la puerta y le oía decir cosas como «Me está flameando» o «¡Ese tío es un campero!». Era la única vez que parecía estar vivo. El resto era un catálogo de gruñidos, un ceño fruncido permanentemente y un arrastrar de pies de condenado a cadena perpetua.
Para consolarse, pensaba en su adolescencia. A él tampoco lo habían entendido, ni en el fondo ni en la forma, sobre todo su madre, que ponía los ojos en blanco cada vez que soltaba 'dabuten', 'nasti de plasti' o cualquier expresión similar. Su padre, en cambio, se hacía el enrollado: aún recordaba el día que, al invitar a merendar a unos compañeros del instituto, les dijo «Probad el jamón. ¡Demasié pal body!». Se hizo un silencio mortuorio. Ese lenguaje era suyo, de su generación, y en él se reconocían. Su viejo no tenía derecho a apropiárselo.
Una tarde, al terminar de trabajar, se quedó en el despacho. Buscó el juego que se suponía que tenía fascinado a su hijo, se puso 'Lologamer' como alias y se metió en una partida. Toqueteaba las teclas como un mono loco, sin saber qué hacer. Se lo cargaron en dos minutos. Lo volvió a intentar la tarde siguiente, y la siguiente, y la siguiente. «Tengo mucho lío en la oficina», le decía a su mujer al regresar a casa pasadas las nueve de la noche. Al cabo de tres o cuatro semanas, cuando ya tuvo un poco de maña, le mandó una solicitud de amistad a su hijo; sabía que su nombre era 'Alveolo2007'. Empezaron a jugar juntos. Posiblemente, el crío pensaría que él era un 'gamer' caduco de Palencia, pero, al menos, pasaban un rato conectados. Aunque fuera en modo virtual.
Aquella noche tocaba lasaña. Él había vuelto a llegar tarde, pero le habían esperado para cenar. Mientras su mujer bregaba con la pequeña para que se llevara algo a la boca, su hijo, sin levantar la cabeza del plato, le dijo: «Papá, mañana pilla el arma nueva, que la han chetao en el último parche». Y siguió comiendo su lasaña.
(Cartagena, 1969) Diseñadora gráfica, trabajó durante años en publicidad. De 2008 a 2021 dirigió el FICC, Festival Internacional de Cine de Cartagena. En 2007 comenzó a publicar un blog llamado Rosa Palo y, bajo ese nombre, se incorporó en 2011 como columnista al periódico La Verdad. En 2019 pasó a colaborar en los diarios del grupo Vocento donde, además de escribir columnas de opinión en 'A la última', publica una entrevista semanal ('Vermú de domingo'), críticas de series de televisión en la sección Pantallas y reportajes de verano. En 2022 fue finalista del XLIII Premio Internacional Afundación de Periodismo Julio Camba.
Narración Carlos G. Fernández
Producción técnica Íñigo Martín Ciordia
Diseño sonoro y mezcla Rodrigo Ortiz de Zárate
Ilustración Manuel Romero
Coordinación José Ángel Esteban
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«El tendero atiende a todos con cariño zalamero, que aquí sobra soledad; y con calma, que aquí nadie tiene prisa; y cobra en metálico, que aquí no existen las tarjetas»
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