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El Oso de Oro que Carlos Saura ganó por 'Deprisa, deprisa' en 1981 servía de tope para las ventanas de su estudio en su casa de Collado Mediano, en las faldas de la sierra de Guadarrama. Libros, fotos, cuadros, pinceles, lámparas y decenas de cámaras ... se amontonaban en el laboratorio de este sabio loco y benévolo, que estuvo trabajando hasta el mismo día de su muerte: todavía hace unos días respondía a las entrevistas por cuestionario para hablar de su último trabajo, el documental 'Las paredes hablan'.
Siempre con la Leica al cuello, siempre curioso, Saura ha mirado a España a través de una lente con el mismo ánimo que a los siete años le robó la cámara a su padre para retratar a una niña de la que estaba enamorado. Si se trata de entender este país, nada mejor que hacerlo a través de títulos esenciales de nuestro cine como 'La caza', 'La prima Angélica' y 'Cría cuervos', cuyos simbolismos contribuyeron a que durante décadas el director aragonés que desafió a la censura fuera tachado de críptico y tostonazo por aquellos que no veían sus películas.
«Una de Saura», se decía, metiendo en el mismo saco 'Los golfos', 'El jardín de las delicias' y 'Mamá cumple 100 años'. Yo he oído a algún crítico calificar de «españoladas de qualité» las aventuras musicales y estéticas de este amante del flamenco, que en los 80 comenzó a alternar ficciones tan populares como '¡Ay, Carmela!' y 'El Dorado' con proyectos personales y ajenos a modas, como la reivindicable 'Buñuel y la mesa del rey Salomón', homenaje a su viejo amigo baturro que le escribía testamentos.
Cuando charlabas con Saura usaba mucho la coletilla «¿verdad?», como si quisiera que compartieras las reflexiones de este azote de la burguesía durante la Transición, que durante la Guerra Civil era un niño que vivía enfrente del zoo de Madrid y escuchaba de noche barritar a los elefantes y aullar a las hienas. En casi todas las entrevistas de los últimos años reconocía que le dolía la crispación del país, en la que veía el fermento de otra guerra fratricida. Y no era una boutade.
Ahí queda 'La caza', una de las radiografías más duras jamás rodadas sobre la mentalidad de la base sociológica adicta al franquismo. Una cinta de fascinante acabado formal, que medio siglo después mantiene intacto su poder perturbador. Sin 'La caza', no se entenderían 'Furtivos', 'Los santos inocentes', 'La escopeta nacional' ni 'Tasio'.
Hacer fotos, pintar, escribir, dirigir teatro y ópera... Carlos Saura no paraba de hacer cosas, como si tuviera miedo de pararse y que la muerte se fijara en él. Siempre estaba de viaje, siempre embarcado en mil proyectos, como esa película sobre el proceso de creación del 'Guernica' que intentó levantar en mil ocasiones y se ha llevado a la tumba.
Anna, la hija que tuvo con la actriz Eulalia Ramón (y tuvo siete con cuatro mujeres), llevaba su agenda y velaba por él en los últimos tiempos. «Mi único legado son mis hijos, todo lo demás se lo lleva el viento», confesaba el más intelectual e internacional de nuestros cineastas hasta que apareció Pedro Almodóvar.
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