Crítica de 'Black Adam' | Un antihéroe correcto pero predecible

Han transcurrido 5.000 años y Kahndaq vuelve a estar oprimida, pero esta vez por Intergang, una empresa que hace negocio con las decenas de minas que posee por la zona, de las que extrae el preciado eternium, al mismo tiempo que acaba con los recursos naturales de lo que en su día fue una próspera ciudad. Hay paramilitares de la compañía desplegados por toda la ciudad, mientras la arquéologa Adrianna Tomaz trata de dar con la antigua Corona de Sabbac, temerosa de que caiga en malas manos. Cuando la encuentra, un grupo de soldados ya está esperándola, así que a punto de morir invoca de nuevo al semidios que liberó entonces la ciudad.

Ha dicho en alguna entrevista Dwayne Johnson, que encarna al personaje principal del título, que pretendían hacer una película «disruptiva y distinta» frente al resto de largometrajes del espectro superheroico. Si esa era la intención, se han quedado muy lejos porque en 'Black Adam' no hay absolutamente nada que no hayamos visto en otras películas del género. Sí, Teth Adam puede parecer inicialmente un antihéroe, un ser más preocupado por sí mismo que por el resto. Es un tipo individualista, de pocas palabras y también algo más violento de lo habitual -la secuencia inicial en la cueva, con esbirros chamuscados y desmembramientos, y el encontronazo posterior con medio ejército a ritmo de 'Sympathy for the Devil', juega con esa idea de que el personaje de Johnson no se rige por las mismas reglas que el resto-, pero ni siquiera en eso resulta un personaje especialmente novedoso. Eso sí, el rictus rígido y hierático de Johnson le viene como anillo al dedo a un personaje que pronto encontrará en el joven Amon, hijo de la rebelde arqueóloga, un compañero perfecto. Ágil y aguerrido, el chaval es un loco de Batman, Wonder Woman, Superman y compañía, que se mueve con soltura por las calles de la ciudad con su monopatín. Su presencia permite trazar cierto metalenguaje en torno a lo que se supone que es un superhéroe y lo que no.

No es el único elemento humorístico del que goza la la película. Karim, el hermano de la arquéologa es otro de los alivios cómicos, al igual que las pocas conversaciones que Black Adam mantiene con Doctor Fate, y que tienen mucho que ver con el proceso de adaptación de un tipo de 5.000 años a la epoca moderna. Pierde aquí la cinta una oportunidad de estirar un poco más la broma, quizá de forma consciente, en un universo, el de DC, que tiende a ser más grave y solemne que el de Marvel.

Hablábamos de Doctor Fate porque la cinta es también una carta de presentación para los superhéroes de la Sociedad de la Justicia, un grupo de superhéroes anterior a la Liga de la Justicia, y que en este caso integran Hawkman, que actúa como líder de la banda, Doctor Fate y los pipiolos Ciclón y Atom Smasher. La misión que les encomiendan para proteger a Kahndaq -ojo aquí a la pullita en torno a países que invaden otros países en nombre de la libertad- no podría estar más alejada de la de Black Adam. De esta forma, la película es también la pista de despegue a un puñado de nuevas aventuras en DC que ya se están rodando o que al menos se encuentran esbozadas.

Una sensación de irrealidad y fantasía invade todo el largometraje, merced a una luz tan perfecta que solo puede estar desarrollada por CGI. Pesa, y mucho, el abuso del ordenador y de la cámara lenta en todo el metraje, pese a que hay secuencias de acción bien planteadas. También sorprende, pero por obvia, la elección de las canciones para ambientar ciertas escenas -'Power' de Kanye West o 'Bullet with Butterfly Wings' de Smashing Pumpkins a estas alturas, ¿en serio?-, en una película que, por lo demás, resulta muy predecible pues el falso final y los giros se adivinan prontísimo, y los mensajes -¿qué es un héroe? ¿qué es la justicia? ¿puede un superhéroe ser juez y verdugo?- resultan machacones y toscos.