He mandado al heredero a por media docena de empanadillas y una bandeja de saladitos, que esta noche vienen mis cuñados y servidora no está por liarse en la cocina. Para mi sorpresa, el muchacho ha cumplido el encargo sin rechistar. Eso sí, se ha ... quedado con las vueltas. «Por las gestiones», me ha dicho el jeta. En ese momento, y como madre de comisionista no obrero, me he sentido muy cerca de Naty Abascal.
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Desafortunadamente, es lo único que tengo en común con la ínclita: ya me gustaría a mí disfrutar de su armario, y contemplar el mundo desde su altura y su porte, y ser musa photoshopeada, cardada y esponsorizada, y tener el álbum de fotos familiares repartido entre ejemplares del ¡HOLA! Pero el Señor no me ha llamado por el camino de la elegancia juncal. A Luis Medina, el hijísimo, sí. Lo normal, con esa genética de pata negra. Un fachón. Por los dos lados, por el de la planta y por el de la política («la Fiscalía, ya sabes, son todos de izquierdas y así actúan»). Por eso nos extraña tanto que aparezca paseando al perro en greñas, bata y pijama. Excepto que esa salida sea una performance, un happening, una representación para los periodistas: uno tiene menos pinta de culpable si, en lugar de salir con pijama de satén y batín aterciopelado a lo Hugh Hefner, se presenta envuelto en una bata de cuadros, como un jubilado de Correos. O como Don Pantuflo Zapatilla.
Ahora, el pobre Luis se ha tenido que marchar de España, abrumado ante la incomprensión. Y, encima, se ha quedado compuesto y sin velero. Dicen que los propietarios de un barco tienen dos días felices: cuando lo compran y cuando lo venden. Del día del embargo no dicen nada. A veces, los dioses también abandonan a los ricos.
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