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El sábado 7 de noviembre de 2020, después de días de incertidumbre sobre el escrutinio de las urnas en Estados Unidos y con Donald Trump boicoteando la legitimidad del mismo sistema que había aupado a alguien como él a la Casa Blanca, Pedro Sánchez felicitó ... por su elección a Joe Biden con un esperanzado tuit en español y en inglés. «Estamos preparados para cooperar con EE UU y hacer frente juntos a los grandes retos globales», escribió en su cuenta el presidente del Gobierno haciéndose eco de las expectativas que, a izquierda y también a derecha, abría el relevo del 'trumpismo' por el casi octogenario dirigente demócrata al frente de la todavía primera potencia del mundo. Biden ha tardado en devolver la gentileza a Sánchez, al que dispensó un agraviante saludo de 49 segundos en una cumbre de la OTAN en Bruselas hace ahora un año. Hoy, en la antesala de otro evento de la Alianza mucho más trascendental por azares de la Historia, el líder español se resarcirá tras amarrar su anhelado cara a cara con su homólogo estadounidense en la Moncloa.
Además de las relaciones bilaterales entre ambos países y de la propia agenda de la cumbre, sobre la entrevista planean cuestiones diplomáticas de enjundia: singularmente, el reconocimiento de la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara promovida por Trump y asumida por Biden que se eleva en el trasfondo del viraje protagonizado por Sánchez en sus relaciones con el reino alauí y que tanto descontento –el último, por el asalto mortal del viernes a la valla de Melilla– le está reportando. Pero el medio es el mensaje. Y es la trabajosa conquista de la imagen hoy del presidente estadounidense en la Moncloa, con el formato que acabe resultando, lo que Sánchez ha perseguido para realzar el perfil internacional en el que el mandatario socialista, curtido en las instituciones europeas, se siente tan cómodo. Ese perfil que le permite lucirse, políglota, donde otros líderes españoles aparecían fuera de foco. Ese perfil, en definitiva, en el que socios y rivales no le incordian afeándole las cuitas domésticas.
El desdén exhibido por Biden que esta tarde trocará en sonriente sintonía no deja de constituir una metáfora de las relaciones de ida y vuelta que ha protagonizado España, bajo la dictadura y en democracia, con el 'amigo americano' que a veces no lo ha sido tanto. Las hemerotecas amarillean aquel paseo en descapotable por Madrid, un invernal 21 de diciembre de 1959, con el que Francisco Franco se ufanó de haber atraído al presidente Eisenhower a los intereses compartidos, frente a la resistencia contra el régimen que aún confiaba en una reacción de la vieja democracia estadounidense. John F. Kennedy evitó contaminar su carisma con el alcanfor franquista, con el que sí confraternizó Richard Nixon.
Entre el casi inevitable complejo ante la hegemonía estadounidense y la oposición social, hoy muy a la baja, al 'imperialismo yanki', los contactos diplomáticos han adquirido distintas tonalidades en las últimas seis décadas. El vicepresidente Alfonso Guerra se ausentó en un viaje de Ronald Reagan repudiado por un millón de manifestantes en las calles españolas, años antes de que José Luis Rodríguez Zapatero, entonces líder de la oposición, se negara a levantarse al paso de la bandera de EE UU el Día de la Hispanidad de 2003 para escenificar su rechazo a la estrategia en Irak. La misma que había propiciado una entente atlántica sin precedentes bajo el Gobierno de Aznar, camaradería mediante con George Bush junior en su rancho de Texas y en la celebérrima foto de las Azores.
A Barak Obama le cortejaron tanto Mariano Rajoy como Sánchez. Aunque tiene más gracejo lo que cuenta Rajoy en su último libro, ese 'Política para adultos' y contra el infantilismo populista, sobre su «buena relación» con Trump aunque «a nadie se le escapa que no existen personalidades más dispares que la suya y la mía».
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