Repaso visual a la carrera de Roger Federer, el último gran maestro

Roger Federer es uno de los últimos grandes maestros del tenis en haber empuñado su primera raqueta de madera. El suizo, componente de una generación muy lejana a la actual, creció con ídolos como Bjorn Borg o Stefan Edberg y ahora se codea con chicos que le tienen como referente a él.

Cuando Federer apenas era un retoño suizo, sus apariciones como recogepelotas en los torneos de Basilea 1993, 1994 y 1995 le acercaron a unas estrellas con las que soñaba con emular. Fue ahí cuando descubrió que el tenis tenía que ser su vida, que por mucho que le costara tendría que ser él el que un día, como ganador del torneo, felicitase a los niños pequeños de Basilea.

Por eso, un ya adolescente Federer no dejó que nadie se interpusiera en su deseo. Ni siquiera su dentista de confianza. En una conservadora Suiza, dedicarse por completo a un deporte, sin un colchón de estudios por detrás, era poco más que una locura. El dentista de Federer le preguntó a qué se dedicaba: «Soy tenista«, replicó el suizo. »Pero, ¿y nada más?«, respondió el doctor. Nunca volvió el pequeño Federer a ese dentista.

Aquel gesto habla a las claras de la ambición de un tenista que logró conquistar 20 Grand Slams, rompiendo por el camino el inimaginable récord de 14 Grandes de Pete Sampras, ganó 103 títulos, se mantuvo un total de 310 semanas en lo más alto, con 237 de ellas de forma consecutiva, ganó una medalla de oro olímpica y otra de plata y fue maestro de la ATP en seis ocasiones, más que nadie en la historia. Sus sucesores en la cumbre, Rafael Nadal y Novak Djokovic, otros dos monstruos de la raqueta, han ido poco a poco erosionando sus récords y superándolos, pero la leyenda de Federer es inmune a los números.

El suizo no será el mejor, o al menos así lo sostiene la estadística de más Grand Slams ganados, esa que tradicionalmente se ha usado para separar a unos genios de otros, pero Federer juega en la liga de la grandeza, donde su elegancia, talento puro y clase brillan más que en cualquier rival.

Federer ha sido querido allá donde ha ido. Ha sido capaz de poner de acuerdo a pistas de tenis enteras de que le apoyen, por simple carisma, sin necesidad de elevar los brazos pidiendo ayuda, ni de grandes aspavientos. Federer ha jugado en casa incluso cuando la casa era de otro, como con Andy Murray en Londres. Para el recuerdo quedará la grada de Wimbledon, la más respetuosa del mundo, rozando los abucheos a Novak Djokovic en la final de 2019, esa que al de Basilea se le escapó con dos puntos de partido, esa que pudo ser el gran colofón a su carrera y que se marchó por dos puntos mal jugados.

Las grandes derrotas de Federer también han ayudado a la empatía con el gran público. Federer ganó mucho, sí, pero también perdió demasiado. Cedió en once finales de Grand Slam. Nadie perdió más y solo Djokovic, que tiene un Grande más, e Ivan Lendl, cayeron también once veces.

Federer perdió, con punto de partido a favor, en una final de Wimbledon, en dos semifinales en Nueva York, en unos cuartos de final en Wimbledon, y en dos finales de Masters 1.000. En el total de su carrera, perdió 54 finales. Nadal y Djokovic, 38 cada uno. Ver a un Federer tan humano, capaz de lo mejor y de lo peor, le ha acercado a los millones de personas que han intentado emular su tenis en la pista.

Este fin de semana será el último en el que los golpes imposibles de Federer, esos que superan la ficción y parecen escupidos de la raqueta sin esfuerzo, serán puestos a prueba en una pista oficial. Lo hará con Rafael Nadal a su lado, su gran rival desde aquel primer enfrentamiento en Miami 2004 y quien sería su bestia negra y némesis.

Será un encuentro de dobles el que eche abajo el telón de la carrera del que seguramente, por números no es el mejor, pero sí el que tiene todo para convertirse en el más grande. Porque Federer, el hombre para el que se inventó el tenis, solo habrá uno en la historia.

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