Quedamos para tomar un café cerca del colegio de sus niñas, dado que en un par de horas le toca recogerlas. Padre de tres hijas, Diego López no quiere que el fútbol ocupe toda su vida. Pelea por hacerse con la titularidad en la portería ... del Rayo con las armas que siempre desplegó: trabajo, trabajo y más trabajo. Pero, como el más veterano de la Liga (a excepción de Joaquín, en el Betis), observa el fútbol con el distanciamiento reflexivo de quien está a punto de cumplir dos décadas de profesional.
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Algunas personas repiten incesantemente el mantra de que «no me arrepiento de nada», como si fuera un signo de coherencia o personalidad. Diego López, no. Por ejemplo, cree que ha vivido el fútbol con demasiada obsesión—como la mayoría de sus colegas— y que el entorno familiar paga un alto coste. Solo con la edad aprendes a desdramatizar, que no es justo que te dejes llevar por la ira cuando pierdes, de tal manera que un manto de silencio se extienda por la casa. El tópico dice que tras todo gran hombre hay una gran mujer, pero Diego López enmienda el dicho y puntualiza que, en el caso del fútbol, hay una mujer sufridora.
El veterano debe ejercer el magisterio del sentido común. Habla con el jugador más joven y le dice que destierre toda radicalidad: por ejemplo, que no se obsesione con las directrices de los nutricionistas. Si pasa hambre y no se permite nunca una cerveza, llegará amargado al entrenamiento y entonces entrará en escena el psicólogo del club para levantarle el ánimo «porque está triste».
Diego es partidario de la cultura del trabajo, pero no la del éxito inmediato: «Algunos jugadores que llegan del filial tienen ansiedad por triunfar cuanto antes, creen que el fútbol es como crear una empresa que te compra Microsoft al año siguiente y eres rico». El éxito es hijo de la perseverancia. Diego lo sabe porque le llegó la oportunidad de defender como titular la portería del Real Madrid con 32 años, cuando Mourinho le eligió a él por delante de Iker Casillas. Al año siguiente, Ancelotti refrendó esa elección: disputó todos los partidos de Liga e Iker los de Copa y Champions.
Como todo hombre forjado por la experiencia, Diego sabe reconocer lo que debe a la Diosa Fortuna. Considera que su mayor suerte fue recalar en el Real Madrid con 19 años: «Llegas y enseguida te sientes mejor futbolista. El club te presupone mejor. El Madrid te dice: tú eres el mejor y lo vas a demostrar. La grandeza del Madrid en todos los niveles te da seguridad. Además, te contagias de los demás. Te lo crees. El PSG o el City pueden tener mejor plantilla, pero los jugadores no rinden como en el Madrid. Es mágico».
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Además de por el Madrid, pasó por Villarreal, Sevilla, Milan, Espanyol y ahora vive su última aventura en el Rayo. Allí ejerce de ejemplo para los imberbes. Juegue o no, es una inspiración por un equilibrio entre dedicación comprometida y templanza para relativizar cualquier circunstancia, en un contexto en el que uno pasa de héroe a villano por una jugada puntual o un desafortunado fallo —como el que cometió contra el Almería— te manda al banquillo. «El capitán de un equipo no es siempre el que lleva el brazalete. Hay muchos tipos de líderes. Unos hablan mucho en el vestuario y en el campo, otros están callados, como Messi. No necesita hablar: es líder porque es el mejor. Hay distintas maneras de dar ejemplo».
Diego compartió vestuario con los galácticos, ganó la Champions y la Copa con Ancelotti y contribuyó a que el Villarreal y el Espanyol jugaran competiciones europeas. Pero no olvida el tiempo en que también el Camp Nou desprendía algo parecido al «miedo escénico». En los años de Xavi, Iniesta, Messi y compañía, «ibas allí, perdías 3-1 y salíamos todos contentos porque habíamos competido».
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El portero gallego ha sustituido el perfeccionismo que te condena a la frustración y la ansiedad, por una entrega sensata que comprende que el rendimiento también mejora cuando uno vive en calmada armonía, consciente de las pequeñas cosas, sin dejarse arrastrar por el torbellino de un deporte tan cautivador como absorbente. Suena sencillo, pero a veces hacen falta muchos partidos en la vida para darse cuenta de lo más simple.
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