Desde el siglo XVIII, los ilustrados pugnaron por sustituir la fe en los milagros por la fe en la razón, la libertad creadora por el trabajo ordenado, la experiencia inefable por el empirismo científico. El mundo estaría regido por una lógica interna que podríamos descifrar: ... 2+2=4. Los románticos se negaron a aceptar este axioma: consideraban que existen ámbitos que no son accesibles mediante la razón y que, de hecho, el hombre ha alcanzado logros extraordinarios porque se negó a aceptar que no podemos esperar nada más allá de lo que dicta la lógica.
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La lógica estadística consideraba virtualmente imposible que el Madrid saliera vivo de las tres últimas eliminatorias de Champions. En los tres casos -PSG, Chelsea y City- hubo un momento en que los merengues perdían y las posibilidades de remontada eran insignificantes. Afortunadamente, un jugador no es un científico y sabe que dudar de la lógica y considerar factible lo imposible constituye la esencia del deporte, que no es sino una forma de juego.
En parte, esto tiene que ver con que los deportistas son jóvenes. Hace casi un milenio, el teólogo Daniel Anselme dejó escrito que los jóvenes llevan a cabo proezas inimaginables porque ignoran la certeza de los viejos: que ciertas cosas son imposibles. Rodrygo se adelantó a su marcador en el minuto 89:20 para meter al Madrid en el partido y cabeceó a puerta un minuto y medio después para forzar la prórroga. El brasileño afirma que Dios le miró y le dijo: «hoy es tu día». Racionalmente esto es un absurdo, pero por fortuna no todos se guían por la razón. A mí nunca me ha hablado Dios, pero leyendo la poesía mística de Santa Teresa o San Juan de la Cruz a uno le queda meridianamente claro que otros experimentan realidades que no son explicables con los parámetros racionales.
Guardiola sabe perfectamente dónde reside la magia del juego: «El fútbol es imprevisible», ha dicho tras la inexplicable derrota. El místico se sumerge en otro mundo y el hincha va al estadio porque allí se suspende transitoriamente la lógica de la vida diaria. «Dios ha muerto», declaró Nietzsche ante el creciente ateísmo derivado de la nueva fe en la ciencia, la razón y el progreso. Y, sin embargo, el fervor en la Semana Santa, en las romerías y otras fiestas populares no ha hecho más que crecer en los últimos años. Los ilustrados clamaron contra el exceso de fiestas y juegos y propusieron que solo tomándonos la vida en serio y aplicando el raciocinio a todas nuestras facetas podríamos progresar. Pero he ahí que, de la misma manera que el romanticismo es, en esencia, un movimiento contra los excesos de la razón, el fútbol se rebela contra la hegemonía de la lógica racional. Porque la industria del fútbol puede estar hecha de estructuras corruptas y presupuestos millonarios que delatan la primacía del poder y el dinero.
Pero ello no oculta que el fútbol sigue siendo, pese a todo, un juego, en el sentido descrito por Johan Huizinga en su Homo Ludens (1938): una actividad que se guía por unos fines que están más allá de los intereses materiales, que remarca la espontaneidad y la libertad frente a la ordenada rutina diaria, que nos absorbe transitoriamente permitiéndonos -en un tiempo y un espacio concreto- vivir otros mundos que no están constreñidos por las limitaciones racionales y que se rodea de un halo de misterio porque contradice continuamente la afirmación de que las cosas son como son y que no pueden ser de otra manera.
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Los soñadores nos salvan del aburrimiento y la desesperanza porque nos obligan a reconocer que «imposible» es una palabra más, como «futuro» o «disciplina», pero que no hay que tomársela como una verdad absoluta. En las últimas eliminatorias de Champions, los jugadores del Madrid se han enfundado el traje de Lord Byron, quien estaba convencido de que cuando un hombre deja de soñar, de negar lo imposible y de crear, ha dejado de existir. Mis alumnos no leen a Santa Teresa ni a Lord Byron. Pero, mientras no se pierdan este tipo de partidos, hay esperanza de que no se dejen convencer por aquellos que les dicen que el juego es una pérdida de tiempo, que sentar la cabeza implica fijarse objetivos prácticos, productivos y realizables, y que no han dejarse llevar por los románticos cuando afirman que la vida no es solo aquello que podemos pensar y esperar razonablemente.
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