En Weimar, una pequeña ciudad alemana del lander de Turingia, vivieron dos grandes escritores alemanes, Goethe y Schiller. Allí transcurrió también gran parte de la vida del músico Franz Liszt. Y, como polo de atracción de enormes genios, allí falleció en 1900 Nietzsche y vio la luz el movimiento arquitectónico de la Bauhaus. Weimar, sin embargo, se ha convertido en la metáfora del naufragio de la democracia liberal parlamentaria. Lo que surgió como el fruto de un optimista afán de regeneración nacional y democrático acabó en las tinieblas del nazismo. Cuando se habla del 'síndrome de Weimar' se alude a las tensiones que amenazan con poner en peligro la estabilidad de la democracia liberal, tensiones provocadas sobre todo por la emergencia del populismo y la pulsiones autoritarias que palpitan en algunos lugares de Europa.
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Weimar es el epítome de la incertidumbre que dominó el continente al terminar la Gran Guerra, pero también es sinónimo de florecimiento cultural y artístico. No en balde, ese periodo ha sido equiparado con la Atenas de Pericles o la Florencia del Renacimiento. La exposición 'Tiempos inciertos. Alemania entre guerras', que se puede ver en CaixaForum de Madrid hasta el 16 de febrero, recrea esa etapa agitada, de gran efervescencia artística e intelectual, que dejó su impronta de forma duradera y cuyos ecos llegan hasta nuestros días.
La muestra pone de relieve el cuestionamiento de las viejas certezas y la irrupción de nuevas perspectivas culturales, un horizonte que coincide en lo político con la Constitución de 1919, una de las más avanzadas de su tiempo y que consagraba el sufragio universal femenino. Para ello, el montaje se vale de elementos escenográficos, música, vídeos y obras de arte.
La I Guerra Mundial se cobró diez millones de muertos y devolvió a sus hogares un sinfín de cuerpos malheridos y mutilados. De ahí que la muestra, que abarca el periodo de entreguerras, de 1918 a 1933 (año en que Hitler accede al poder), preste atención al cuerpo, especialmente al de las mujeres, que sustituyeron a los hombres traumatizados en la contienda. Esa breve y crucial etapa de la historia supuso la preeminencia de las masas y del consumo a gran escala, además de la devastación provocadas por las crisis económicas, como se aprecia en los grabados de George Grosz. La república de Weimar traza una línea divisoria entre el mundo de ayer, que narró con maestría Stefan Zweig, con los coletazos del imperio austro-húngaro, la aparición del psicoanálisis y el festival de Salzburgo, y el mundo de hoy, que inaugura la amenaza atómica.
La exposición es fruto de la colaboración con los museos Thyssen-Bornemisza, Nacional de Artes Decorativas y el Institut Valencia d’Art Modern, que han prestado obras singulares del arte alemán de entreguerras, así como de instituciones alemanas como el StadtsMuseum Berlin, el Käthe-Kollwitz Museum de Colonia y el Georg Kolbe Museum de Berlín.
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La hiperinflación de 1923 y la depresión de 1929 se ensañaron con los ciudadanos, lo cual no fue óbice para que se produjera un estallido de creatividad disparada. Ahí estaban para demostrarlo Otto Dix, George Grosz, Thomas Mann, Stefan Zweig, Bertolt Brecht, Fritz Lang y multitud de artistas. La incertidumbre social corre en paralelo con el apogeo de nuevas teorías científicas. Los principios alumbrados por la física cuántica en asuntos tan relevantes como la causalidad, la complementariedad, la indeterminación y, sobre todo, la función del observador, capaz de alterar la realidad observada según la perspectiva, inciden en las artes.
La Bauhaus, escuela fundada en 1918 por Walter Gropius en la ciudad de Weimar, aspiraba a crear una obra de arte total en la que todas las disciplinas estuvieran integradas. El estilo Bauhaus, acuñado en aquella época, fue una de las corrientes más influyentes en la arquitectura y el diseño modernos, al tiempo que tuvo como profesores a Paul Klee y Vasili Kandinski, entre otros. «La Bauhaus pretendía equiparar las funciones del artista y del artesano, fundir la técnica con el arte», explica el comisario de la muestra, Pau Pedragosa.
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El montaje explora los nuevos roles de género; la innovación y la diversidad musical de esos años; la incertidumbre como principio de la ciencia; el descrédito de la razón en la filosofía, y el fin del sueño democrático. El último ámbito apuesta por una reflexión sobre las incertezas de ese periodo y el modo en que resuenan hasta nuestro mundo de hoy.
Al inicio de la exposición, los visitantes acceden a una recreación escenográfica de un salón burgués de finales del siglo XIX que encarna el mundo estable y previsible que se acaba con el estallido de la Primera Guerra Mundial. El alegre y tradicional vals ‘El Danubio Azul’, de Johann Strauss, simboliza la armonía de la vieja Europa, mientras que la ‘Consagración de la Primavera’, de Igor Stravinsky, una de las obras fundacionales de la vanguardia musical del siglo XX, representa la ruptura artística con ese orden y anticipa lo que será la Gran Guerra. «La idea de la exposición es que la primera y la segunda guerras mundiales no son entes separados, sino que son la misma guerra desarrollada en dos partes. Las dos juntas forman la guerra de los 30 años del siglo XX», argumenta Pedragosa.
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