El palacio barroco donde se hospedaron el rey Felipe VI, Camilo José Cela o la selección italiana
El pazo es uno de los edificios mejor conservados del centro histórico de Pontevedra y cuenta con una colección de antigüedades únicas


En el casco histórico de Pontevedra reinan las piedras que brillan con las gotas del rocío mañanero y los detalles de musgo verde; el Atlántico deja su firma de brisa húmeda. La arquitectura gallega posee ecos barrocos y medievales repletos de blasones de las grandes casas del pasado. Allí por donde paseaba el maestro Valle-Inclán, oriundo de la provincia, entre la Basílica de Santa María la Mayor, la iglesia de San Bartolomé o las Ruinas de Santo Domingo se siguen oyendo estos versos del artífice del esperpento: “Mi sombra nocturna hace en ti guarida”. La historia se pasea bajo la llovizna.
Uno de sus edificios más llamativos es el llamado Palacio del Barón, un pazo del siglo XVI que es el actual Parador de Pontevedra. Su directora, Meritxell Marcos Peiró lo califica como “una joya, un pequeño tesoro en medio del casco viejo”. Esta bilbaína de corazón gallego se ha impregnado de cada rincón y cada leyenda de este palacio. “El Parador de Pontevedra es el primero que abrió sus puertas en Galicia”. Cuando se le pregunta por esta joya de cinco siglos recuerda que los restos son muy anteriores: “En realidad, los restos arqueológicos se remontan a una villa romana del siglo primero”.

Lo que pervive en el Parador, sin embargo, es la herencia barroca de nuestro siglo dorado (pétreo en este caso). Al entrar, en el recibidor, la escalera de piedra se mantiene desde que los condes de Maceda construyeron el pazo. Una vez que subimos al primer piso, también se conserva una puerta de dos hojas de madera labradas a mano en perfecto estado. La casa del Barón alberga una serie de antigüedades que harían los deseos de cualquier coleccionista, como un bargueño con taracea del siglo XVIII o una colección de antiguas sillas portuguesas de cuero repujado. También hay presencia de pinturas de artistas gallegos como Ricardo Segura Torrella o Manuel Torres y una gran colección de marinas. “Este palacio conserva un conjunto de elementos que muchos sitios querrían tener en el estado de conservación tan bueno que tenemos aquí”, explica Meritxell. “El brillo del pasado —añade— no podría estar más vivo”.
Este lugar de secretos y leyenda alberga, según los mentideros antiguos, “una casi maldición, ya que sólo ha pasado de manos a hijos en dos ocasiones hasta quedar casi en estado de abandono”, narra Meritxell. Dicho de otro modo: los nobles que ostentaban la propiedad nunca dejaban descendencia o, si lo hacían, morían antes de heredar. Desde principios del siglo XIX, y tras la muerte de uno de sus propietarios, Baltasar Pardo, marqués de Figueroa y de la Atalaya y VIII Conde de Maceda, fue alfolí (depósito de sal), parque de bomberos, escuela de niños desfavorecidos, cobijo de familias de pocos recursos e incluso sede de una logia masónica. Hasta que pasó a propiedad del ayuntamiento y se utilizó como oficina de correos, casa consistorial y colegio público. Su directora concluye que “fue el Parador el que le devolvió esa magia palaciega”. En 1950 el edificio pasó a manos del Ministerio de Turismo, y cinco años después lo inauguró como alojamiento de la red.

El jardín, trufado de camelias y bailarinas de ciprés que rodean la fuente, es un espacio magnífico para disfrutar de un café y un libro, envuelto de aromas florales, o de cenas inolvidables en las noches de primavera o verano. Tanto el jardín como la sala de estar forman parte de un grupo de lugares dedicados a la calma, al descanso y al relax. Dentro, por todo el edificio, los cuadros con motivos marítimos y rurales le dotan una atmósfera de encanto. Es obligación de este redactor recomendar que el huésped admire los cuadros que se hallan en el comedor, por esa reinterpretación casi abstracta de los peces, con un toque oscuro muy interesante.
“El gran secreto del Parador es su cocina gallega”, comenta la directora, y añade: “Tenemos un horno de piedra maravilloso, una chimenea enorme y un conjunto de objetos de la tradición gallega”. Es posible comer en ella, con reserva, o visitarla, bajo petición.
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Hay que consignar que por este Parador han pasado personalidades como Julio Iglesias, Felipe VI, que se hospedaba allí con frecuencia durante su etapa en la Marina; o los escritores Torrente Ballester y el Nobel de Literatura Camilo José Cela. Este último, además, dijo sobre el Parador: “A quienes hemos vivido en esta Casa del Barón, se nos adorna el alma con esa paz que sólo Dios Nuestro Señor concede a los romeros en estado de gracia, a los vagabundos con alas en los pies y a los amadores de los amores imposibles”. También fue la casa de la selección italiana de fútbol para el Mundial de España de 1982. El combinado azzurro mantuvo esta base de operaciones durante la fase de grupos del torneo. Aún hoy, los trabajadores más veteranos recuerdan cómo se despejaban jugando al ping-pong después de sus entrenamientos. Baste recordar, los italianos ganaron el mundial con jugadores míticos como Dino Zoff o Paolo Rossi, entre otros.

Un pasado lleno de vida
Pontevedra es un ejemplo de dos cosas: de peatonalización y de conservación del patrimonio. Sobre la primera cuestión hay que decir que se puede deambular por el centro sin la molestia de los vehículos. Una parada obligatoria debe ser la estatua que la ciudad le dedica a un titán de las letras españolas: Ramón María del Valle-Inclán. Es inevitable establecer un paralelismo con la archiconocida figura de James Joyce que podemos encontrar en Dublín.
Sobre la segunda cuestión, hay que decir que sus iglesias merecen una visita obligada. La Basílica de Santa María la Mayor, también del siglo XVI; ejemplo del gótico tardío en Galicia. Su vista imponente se aprecia en la fachada, debido a los motivos marítimos. En el interior, el visitante se topará con un retablo renacentista y un conjunto de motivos náuticos. Por su parte, la iglesia de San Bartolomé es de construcción dieciochesca. La exuberancia de su interior contrasta con la sobriedad de la fachada. Su retablo, marcadamente barroco, posee unas tallas doradas únicas. Al igual que éstas, los frescos añaden un carácter dramático con las escenas religiosas. También del siglo XVIII es la iglesia de la Virgen Peregrina, una capilla que acoge a la patrona de Pontevedra y que forma parte del Camino de Santiago Portugués. Por último, las ruinas de Santo Domingo son los restos de un antiguo convento gótico del siglo XIV. Los visitantes no sólo se toparán con los restos de un edificio majestuoso, sino que podrán apreciar la colección arqueológica del Museo de Pontevedra.

La belleza de las Rías Baixas
A pocos kilómetros de Pontevedra, se ubica una serie de pueblos encantadores. Tanto los costeros como las villas medievales enriquecen el cuerpo y el alma. Combarro es una joya marítima con sus típicos hórreos, construcciones para almacenar grano. Suelen estar frente al mar, creando una imagen para recordar. Paseo marítimo, calles empedradas y atardeceres infinitos… No debe de estar lejos del paraíso.
Sanxenxo, en cambio, es un destino mucho más habitual, cuya fama se ha ganado por méritos propios. Ambiente nocturno, incontables restaurantes y playa de arena fina. Tienen razón aquellos que dicen que en España hay repartido un pequeño Caribe en las costas atlánticas.
Si lo que se persigue es cultura gastronómica, los más gourmets no pueden perderse O Grove, también conocida como “la isla del marisco”. Esta pequeña península es uno de los secretos mejor guardados de Galicia por sus playas y una naturaleza en la que alejarse de los humos de las ciudades.
Hoy comemos…

Algunas personas tienen el don de la vocación. Sienten una llamada que les empuja a desempeñar un oficio o un arte con esmero y pasión. Es el caso de Alberto González, un gallego enamorado de la gastronomía. Por sus venas corren los fogones en los que lleva desde los 16 años. Procede de una saga de cocineros que se remonta a su bisabuelo. Alberto se crió en el restaurante que tenían su padre y su tío en Ourense. Desde que era pequeño sintió la atracción por la cocina. “En aquel restaurante aprendí las bases de la cocina y el orden y la disciplina que hay que tener en todo momento”, cuenta. Además, explica que “con 20 años tuve la oportunidad de empezar en Paradores y tenía muchas ganas de aprender, de hacer las cosas bien e iniciarme en la gestión”.
Este chef auriense ha recorrido diversos Paradores y ofrece, con éxito, una de las cocinas más refinadas que podemos encontrar. Cuenta que su objetivo es “unir la tradición que se espera de este alojamiento con la modernidad que añade matices a lo clásico”. Formado en la Escuela de Hostelería de Santiago, Alberto González plantea una carta eminentemente marítima (cómo no) que respira aire gallego. Su sopa de pescado, por ejemplo, se presenta con un tartar de mejillón. La suavidad del caldo se intensifica cuando el tartar empieza a deshacerse para integrarse. Una de sus obras maestras es la corvina: una costra de cerdo triturado, con tempura, y un paso por la freidora a 200 grados; se presenta sobra una cama de arroz negro falso (el redactor guardará el secreto) y con emulsiones de azafrán y esferificación de limón. ¿El resultado? Un plato verdaderamente atrevido y equilibrado. “Tenemos que reconocer que es de los platos que más funcionan”. El taco de atún, en cambio, se mueve en un terreno, quizá, más suave, sorprendentemente. Se presenta con berenjena escabechada, un poco de ajo, laurel y vinagre y un wasabi rebajado; de ahí la sorpresa. “Nuestro buque insignia es tradición e historia, pero yo siempre planteo una pincelada o detallito más vanguardista”, explica este cocinero. La otra perla marina que hay que contar es el salmón ahumado, que se macera en jengibre, soja y aceite; y se presenta sobre una pequeña cama de calabaza. Se ahuma a la vista del cliente, por lo que verlo y degustarlo es un espectáculo.
Si el lector es un carnívoro consumado, no ha de preocuparse, pues el ciervo con salsa de frutos rojos agridulces y chantanellas y castañas es un todo un manjar. Alberto González confiesa que cuando cocina lo hace para sí: “Cuando hago algo, lo hago como si fuera para mí mismo; me encanta la cocina, comer y disfrutar”. Quizá eso defina el arte que esconde tras las puertas de la cocina que dirige.