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Jesús Quijano
Valladolid
Sábado, 25 de febrero 2023
Es posible que 20 años sean poco, o nada, si uno se fía del viejo tango. Y, aun así, depende para qué, porque no son lo mismo 20 años en la vida de una persona, que en la vida de un colectivo. Pero poca duda habrá de que 40 años ya es otra cosa; muchos, quizá demasiados, en la vida de una persona; y, como mínimo, bastantes en la vida de una Comunidad, al menos para hacer algo de recuento.
Pues este es el caso: 40 años es el tiempo que ha transcurrido desde que la Región de Castilla y León echó a andar en forma de Comunidad Autónoma. Lo que va de 1983 a 2023. Aquel año se aprobó el Estatuto de Autonomía un 25 de febrero, se celebraron las primeras elecciones regionales un 8 de mayo, se constituyeron las primeras Cortes de Castilla y León un 21 de mayo, y en ellas fue investido el primer Presidente de la Junta un 23 de mayo. Y hasta hoy. Todo lo que ha pasado en ese tiempo irá siendo material disponible para historiadores y estudiosos que lo analizarán con rigor profesional, como debe ser, comparando cómo éramos entonces, cómo hemos evolucionado y cómo somos ahora. Pero ese material es, sobre todo, propiedad de la memoria colectiva, de tantos y tantos que vivimos con especial ilusión aquel comienzo y que luego, año tras año, hemos ido conociendo la realidad de esta tierra nuestra y el devenir de nuestras instituciones, reaccionando con convicción, con esperanza, con inquietud, con desconfianza, o con desagrado, porque de todo ha tenido que haber en ese tiempo.
En lo que personalmente me atañe, y precisamente por haber tenido una participación directa en aquel origen, no podré ocultar que lo que principalmente percibo es nostalgia y añoranza, sentimientos no exentos de cierto riesgo a la hora de recordar, que es lo que voy a tratar de hacer, con la mayor atención posible, cómo fueron aquellos momentos.
Todo había empezado unos años antes, ya en 1978, cuando se estaba gestando la Constitución. Aquel año, gobernando la UCD y con elevado consenso, se tomó la decisión de poner en marcha las llamadas 'preautonomías', una especie de anticipo o ensayo. Aquí se constituyó un órgano, el Consejo General de Castilla y León, asentado en Burgos, pero con funcionamiento itinerante, en el que todavía aparecían integradas las entonces provincias de Santander y Logroño, que enseguida tomaron su propio camino hacia la autonomía. Durante un tiempo nuestro Estatuto mantuvo una disposición, cuyo título ('Incorporación de provincias limítrofes'), mitad lamento, mitad anhelo, tenía algo de invitación a un retorno que nunca se produjo.
En ese contexto se inició el proceso de negociación para elaborar un Proyecto de Estatuto que pudiera luego ser enviado a las Cortes Generales para su aprobación, ya que había quedado excluida por un pacto nacional entre la UCD y el PSOE la opción de hacerlo mediante referéndum. Convencido estoy de que la cercanía de aquel 23-F de 1981, que, entre otros nutrientes, había utilizado con profusión la 'nebulosa autonómica', alentó el pacto de mayo de aquel año, tan decisivo para el cierre del mapa. No podría decir con seguridad que aquí tuviéramos una imagen nítida de lo que debiera ser 'nuestra autonomía'; pero sí la convicción de hacerlo, animada por aquella triple reivindicación ('libertad, amnistía, Estatuto de Autonomía'), que había asociado la recuperación de la democracia a esas aspiraciones, hasta hacerlo inescindible.
Recuerdo aquella negociación, que conocí muy de cerca, como una experiencia de diálogo entre los dos grandes partidos de entonces, la UCD y el PSOE, desarrollada con buena fe y con lealtad. Se acordó todo lo que se pudo, que fue mucho (la estructura orgánica, las competencias, entre otras cosas), y se delimitó el desacuerdo en lo que no se pudo, que fue bastante (la sede, los símbolos, el sistema electoral, la base territorial de la Comunidad y su relación con municipios y provincias). Esto, además de las importantes grietas surgidas en la incorporación de León (que cumplió los requisitos de adhesión por la mínima) y de Segovia (que no les cumplió y resultó luego agregada por una ley especial), colocó un Proyecto de Estatuto, falto de unanimidad, en el cajón de la espera, una vez que llegó al Parlamento.
Hoy se debe reconocer que el PSOE, y otros grupos más minoritarios en la izquierda, caso del PCE, o en el centro, caso del incipiente CDS, creyeron con más convicción en el proyecto autonómico que la UCD, paralizada por una fuerte dispersión provincial y ya en franco declive entonces, o que quienes empezaban a ocupar por la derecha el espacio que abandonaba, caso de AP. De manera que hubo que esperar a que se produjera aquel triunfo del PSOE, el 28 de octubre de 1982, para que se retomara la tramitación, hasta que el Estatuto quedó aprobado en 1983, último de la serie. También hoy se debe reconocer que el PSOE de entonces, que con su mayoría pudo haber inclinado hacia su lado todo lo que quedó abierto en la negociación del Proyecto, no lo hizo; en especial en el sistema electoral, donde se mantuvo una proporcionalidad corregida en las provincias, que no le ha sido nada favorable posteriormente, como bien se puede percibir. Me consta que fue una voluntad consciente y generosa de no imponer soluciones unilaterales, optando por posiciones intermedias en ese y en otros temas.
En todo caso, a la vez que se iban superando dificultades (tres recursos de inconstitucionalidad se presentaron y rechazaron, dos de León y Segovia por la incorporación, otro de Euskadi por el Condado de Treviño) y se iban tomando decisiones sustanciales (desde fijar el Día de Villalar como fiesta oficial regional, hasta ordenar las relaciones entre la Comunidad y las Diputaciones), también se iba configurando un ambiente de respeto en la confrontación, no exento de complicidad cordial en la tarea de asentar unas instituciones que tenían que ser compartidas, como así ocurrió. De entonces acá, el Estatuto ha sido reformado, y con bastante profundidad, en tres ocasiones, en 1994, en 1997 y en 2007; en las tres lo fue con un elevado grado de consenso, muestra evidente de que el paso del tiempo ha ido asentando la estructura autonómica en la realidad política, económica, social y cultural, con competencias y responsabilidades reconocibles en materias tan principales, y tan complejas, como la educación, la sanidad, el medio ambiente, las comunicaciones o el patrimonio.
La alternancia política tuvo lugar con evidente prontitud, ya en 1987, y hasta hoy se ha prolongado. Lo mismo que la presencia periódica en el Parlamento regional de diversas fuerzas, siempre minoritarias. Algunos de los problemas de más envergadura (la evolución demográfica, la despoblación de amplias zonas, los desequilibrios y desigualdades entre el centro y la periferia, particularmente mirando hacia el oeste, o entre las ciudades y el medio rural, los déficits en la prestación de servicios esenciales, la ordenación territorial, etc.) siguen ahí, sin que los 40 años de autonomía, con un ejercicio más cercano del poder de decisión, hayan conseguido invertir las tendencias de manera fundamental, aunque en algunos de esos problemas también haya habido correcciones y avances. Aquel proyecto fundacional, que consistía en incrementar la legitimidad de nuestra autonomía a partir de su utilidad real para los ciudadanos, más que por la añoranza de una identidad histórica, sigue siendo nuestro reto permanente; lo ha sido desde el principio y de todos los Gobiernos que se han sucedido durante 40 años, en clave general de diálogo y de tolerancia. Así que deberá serlo también de este actual Gobierno de coalición, a pesar de que en él participe un socio minoritario que aspira en su 'programa máximo' a revertir el Estado de las Autonomías, si algún día tiene mayoría suficiente y no ha cambiado de opinión.
De momento, ahí están esos 40 años, con sus luces y sus sombras. Y si entonces nos hubieran preguntado, no sé si nos hubiéramos atrevido a decir que dentro de 40 años íbamos a estar ahí, llenos de defectos, con algunas virtudes, pero asentados,
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